La ciudad de Sullana era extremadamente calurosa, casi como las entrañas de un volcán. Ósver se sentía como una masa de pan pegada al suelo. Los ventiladores, inútiles, solo se dedicaban a esparcir aire caliente por las habitaciones, como si fueran cómplices del calor. Así pasaba sus días en aquella ciudad, sin escape, sin alivio. Hasta que el año escolar llegó a su fin. Ósver no estaba dispuesto a continuar su vida en una ciudad tan calurosa, pero su madre, Margarita, no estaba de acuerdo.
—Vieja, en serio, dos años aquí han sido un suplicio. Quiero terminar mis últimos años de secundaria en Moquegua, con mis abuelos y amigos. Me volveré loco si continuo aquí —dijo Ósver.
—Mira, ¡tú no me vas a llamar vieja, soy tu madre! Vieja es tu abuela, ella sí tiene arrugas. Y con respecto a lo segundo, sabes bien que tu padre está en Moquegua con tus abuelos, y si quieres estudiar allá, tendrás que vértelas con él todos los días —dijo Margarita.
—No importa, ya me las arreglaré con él. Además, no soporto este calor infernal. Uno no puede caminar por la calle sin que le suden las verijas, ni siquiera en casa se está fresco. ¡Quiero irme de aquí!
Margarita llevaba tres años divorciada de Lemuel. Ella trabajaba para el Ministerio Público. Lemuel, por su parte, ya era profesional y había conseguido trabajo en una institución pública importante en Moquegua. La relación entre Lemuel y su hijo nunca fue buena, siempre fue distante. Ósver no odiaba a su padre, y su padre tampoco lo odiaba a él; solo no se llevaban bien. Además, a Ósver no le importaba verse con su padre todos los días si la recompensa era estar con sus abuelos en casa y visitar a sus amigos.
Ósver había logrado viajar a Moquegua dos años seguidos durante sus vacaciones escolares, pero eso fue en quinto y sexto de primaria. En los años siguientes, su madre lo había inscrito en programas de vacaciones útiles, lo que impidió que Ósver regresara a la ciudad de sus abuelos, y solo se comunicaba con ellos por teléfono. Ya habían pasado cinco años y anhelaba volver al Colegio Médico Docente para reencontrarse con sus compañeros.
A Margarita le aterraba volar en avión, así que optaba por viajar en bus, lo que obligaba a Ósver a hacer lo mismo. Ósver, que aún era menor de edad, viajó solo, llevando consigo un documento notarial que le permitía hacerlo.
El viaje en bus fue una tortura sin fin para Ósver. Dos días atrapado en esa lata vieja y maloliente, rodeado de ronquidos, bebés llorando y el olor a comida recalentada. Pero todo cambió cuando cruzó el puente Montalvo. Al ver el letrero de «Bienvenidos a Moquegua», con los valles, los árboles de Pacay y las vacas pastando tranquilamente, sintió una liberación tan intensa que por un segundo se imaginó como uno de los prisioneros fugados de Alcatraz en 1962, saboreando el aire de libertad.
Hace cuatro años, los abuelos de Ósver ya no residían en la vieja casa de la calle Huánuco. Don Fernando había mandado construir una casa grande y espaciosa en un terreno que había heredado, y con el tiempo se mudaron ahí.
Ósver llegó a la nueva casa de sus abuelos y Experimentó un conflicto interno de emociones. Por un lado, sus abuelos tenían una casa bonita donde vivían cómodos y que estaba a una cuadra y media del Colegio Médico Docente. Por el otro lado, ya no estaba en esa vieja casa que albergaba sus felices recuerdos de infancia con sus amigos de la cuadra. Solo le quedaban dos amigos: Julius y Kike; a este último lo iría a buscar dentro de unas horas.
Los panes como: las andaditas, las jetonas y las empanadas de queso con azúcar, así como el sanguito con pasas, eran los manjares que Ósver disfrutó al llegar a Moquegua. Después de saludar a sus abuelos y de comer sus panes, se dirigió al cuarto que tenían reservado para él y se quedó dormido.
Cuando Ósver despertó, su abuela le dijo:
—Hijo, ve a saludar a tu padre que está en la cocina, no seas malcriado.
—Ay, mamá, después lo saludo. Además, siempre está amargado conmigo —dijo Ósver.
—¡Salúdalo, es tu padre! No está amargado contigo, él es así con todos.
Ósver no se movió. Su padre estaba ahí, en la cocina, comiendo en silencio como siempre. Ellos se evitaban, como si fuera lo más natural. La vergüenza los envolvía a ambos, esa incomodidad que no se deshace con palabras, solo con el tiempo. Ósver sabía que, tarde o temprano, tendría que cruzarse con él. Vivían bajo el mismo techo, aunque su padre solo llegaba de noche, cansado, después de un día de trabajo. Cuando su padre terminó de almorzar y se fue, Ósver se acercó y se sentó sin prisas a disfrutar del estofado de carne que su abuela había preparado, como si fuera lo único real y placentero en ese momento.
Editado: 06.01.2025