Game Ósver

Edú y los carnavales

Se fueron a buscar a Edú y entraron por la enorme puerta principal del complejo. Al costado de unos columpios se encontraba su casa. Kike silbó de una manera particular, una señal característica que utilizaban para ubicarse como parte de una tribu. Edú abrió la puerta, y dijo:

—¡Qué hay, «Chino Kike»! ¿Ya estás listo?

—Claro, «Nerito» —respondió Kike. Luego, con un gesto que denotaba orgullo, se giró hacia Ósver y lo presentó—. Este es Ósver, el Game Ósver. ¿Recuerdas que te hablé sobre él?

Edú era el segundo hijo de doña Sol, quien tenía tres hijos. Ella trabajaba como enfermera. Los hermanos de Edú: Cristopher y Saúl vivían en la misma casa. Edú no tenía un apodo en específico. Kike lo llamaba «Nerito», por no decirle negrito, que le fastidiaba. Luego, mientras le daba la mano a Ósver, Edú le dijo a Kike:

—Claro que me acuerdo, siempre lo mencionas. —Luego, sin soltarle la mano, le dijo a Ósver—: entonces, ¿estás listo para salir a la calle y pintar a las chicas?

—¿Pintar a las chicas? ¿Cómo así? —preguntó Ósver, parpadeando sin entender a qué se refería.

—Claro, pues, por carnavales. Hay buenas flacas que necesitan una buena pintadita y una corridita de mano, ja, ja, ja —respondió Edú, riendo sádicamente mientras miraba a Kike, que también empezó a reír con un tono lascivo.

—Oye, pero... ¿las chicas no los persiguen, o se enojan cuando ustedes hacen eso?

—Se enojan, claro, pero somos varios... somos un manchón, no pasa nada.

Esa noche, afuera de la casa de Edú, se habían reunido alrededor de quince galifardos, formando una pandilla de adolescentes y púberes. El mayor era Ángel, un cholo recio y fuerte de diecisiete años. Él proporcionaba la harina si alguien no traía pintura en polvo para los carnavales. Pero sin falta, todos traían sus famosas «matacholas». Estas eran hechas con las conocidas «pantimedias», unas medias largas de mujer que eran rellenadas, en el extremo cerrado de la media, con polvo de pintura, harina y, en los casos más extremos, con crema negra de zapatos, cebollas y ajos. Luego salieron del complejo Belén rumbo a las principales calles de Moquegua. La consigna era pintar a chicas solas y desprotegidas. La pandilla bajó por la calle Lima y después de unas cuadras, Edú dijo:

—¡Miren, ahí está «La Lechera»!

—¡Asu, que rica está esa flaca! Vamos a echarle mano, que diga a pintarla, ja, ja, ja —dijo Kike, mientras la baba se le salía por un lado de la boca.

La lechera era el apodo de una chica de diecisiete años que vendía leche en el mercado por las tardes; era una vieja conocida por la pandilla de Belén. Siempre la pintaban cada vez que la veían por la calle. Todos comenzaron a correr tras ella, Ósver empezó a correr con ellos, pero antes de llegar donde estaba la Lechera, se detuvo a contemplar el desastre lujurioso que sus nuevos amigos harían con la chica.

La atraparon en un parque al frente del Banco de la Nación. Edú, la abrazó por detrás para que no se pudiera mover y los demás aprovecharon en pintarla, no hubo parte de su cuerpo que no fuera pintado. Los púberes con sus instintos libidinosos, dejaron las huellas de sus manos por los lugares más recónditos y lascivos. La Lechera quedó hecha un desastre; parecía que un tornado salaz había pasado por ella. Sin embargo, paradójicamente, se fue sonriendo mientras caminaba a su casa.

—¡Esa huevona le gusta que la agarren! Le tengo muchas ganas —dijo Kike, mirándole el trasero.

—¡Tranquilo Chino Kike! No seas arrecho, por eso Geraldine no te hace caso. Las cosas se hacen con tranquilidad —dijo Edú.

Luego miró a Ósver y le dijo:

—Ya me di cuenta de que no estás pintando. Tienes que avivarte, aquí todos nos manchamos las manos.

Ósver quería pintar, pero le daba vergüenza; deseaba tener la audacia de los demás, pero se quedaba estático cuando llegaba el momento de pintarlas.

Luego continuaron avanzando, ascendieron por la calle Piura en dirección a una conocida panadería donde solían encontrarse con las hermanas Editha y Lorenza, mejor conocidas como «Las Panaderas». Edú y Kike lideraban la incursión. Esa noche, la panadería tenía poca clientela. Ellas intuyeron sus intenciones al verlos rondando afuera y cogieron también sus bolsitas de pintura. Edú y Kike entraron con las manos detrás, cargadas de pintura. Se acercaron al mostrador y les arrojaron pintura en el rostro. Editha y Lorenza reaccionaron arrojándoles pintura y persiguiéndolos.

Afuera, estalló la contienda. Edú y Kike les lanzaban las matacholas con una furia primitiva, como si la calle fuera su selva, y cada impacto sobre los brazos, piernas y espaldas de las chicas se escuchaba como un estallido sordo, tan fuerte que hacía que la gente que caminaba por la calle se girara para ver qué demonios ocurría. Sin embargo, Editha y Lorenza, con sus dieciocho años, a medida que batallaban con Edú y Kike, aprendieron a repeler sus ataques bloqueando las matacholas con sus antebrazos. Ángel observaba, expectante, como un guardián de seguridad, mientras que Ósver y los demás púberes se quedaron congelados al ver que ellas se defendían con habilidad.

Era la batalla de aquellos cuatro, casi personal, de carnavales anteriores. Edú trataba de pintarle los senos a Editha y ella trataba de agarrarle los testículos, pero ambos fallaron en su intento. Por otro lado, Kike logró tocar y manosear a Lorenza, pero cuando intentó escapar, ella lo sujetó del brazo y le bajó el pantalón frente a todos.




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