Por la tarde, Ósver fue a la casa de Edú para reclamarle por haber mentido, y él le respondió:
—¿Sabes por qué te mentí? Porque Ailice tiene que verte como un tipo malo, un descarado, un atrevido, alguien dispuesto a pelearse con su hermano si es necesario. Si pensabas que haciéndote amigo de su hermanito la conquistarías, olvídate. Solo te vería como un blandito que busca a su hermano con la intención de acercarse a ella, y entrarías en su friendzone.
No era la intención de Edú convertir a Ósver en un tipo malo, como él decía. En realidad, en lo más profundo, solo quería desquitarse de Ósver por haber escrito una carta y haberla guardado en el peluche que Evangelina había descubierto. Y peor aún por la cachetada que esta le había dado.
Ósver cruzó los brazos y miró al suelo por unos segundos, mordiéndose el interior de la mejilla. Luego levantó la vista y, con resignación, preguntó:
—Si ella ya me ve como un tipo malo, ¿cuál es el siguiente movimiento?
—Ahora que lo dices, ¿sabes cómo se apellida?
—Sí. Hernández de los Reyes.
—Ahora vamos a buscar esos apellidos en la guía telefónica y, según la dirección que ya conocemos, daremos con el número de su casa.
Tras la búsqueda, hallaron dos números: uno pertenecía a la casa de su abuelita, y el otro a la de sus padres, cerca del colegio Médico Docente.
—Ya los tenemos. Para que no gastes mucho en monedas, es mejor que compres una tarjeta para el teléfono público, o también las nuevas tarjetas 147, dicen que son ahorrativas.
La plata que Ósver había ahorrado durante todo el año para comprar las zapatillas Nike, se estaba esfumando. Sus ahorros disminuían, pero no le importaba «Todo sea por ella», se decía, mientras sentía el hueco en su bolsillo hacerse más profundo. Ósver y Edú compraron una tarjeta de diez soles y luego se encaminaron al parque del Maestro donde el teléfono público los esperaba.
—Yo le llamo, luego te paso con ella ¿Qué dices? —preguntó Edú.
—¿Pasarme con ella, así de rápido? No sé, me da miedo —dijo Ósver aterrorizado.
—¡Oye cojudo!, ¿quieres hablar con ella sí o no? —preguntó Edú enojado y decepcionado de lo inútil que era Ósver con las chicas—. ¡Tienes que ser un hombre!
Ósver, agarrándose su cadera por la pesadez que sentía, suspiró y dijo:
—Está bien... haré el intento.
Edú marcó el número y Ósver acercó su cabeza al auricular del teléfono, situado cerca del hombro de Edú, tratando de escuchar mientras este último esperaba que le contestaran. La tensión era palpable; Ósver estaba ahí, tratando de escuchar como si su vida dependiera de ello, mientras Edú se resistía a explotar por la incompetencia de su amigo. La escena destilaba una extraña combinación de incomodidad y desasosiego. Ósver era espectáculo de ansiedad juvenil.
—¿Aló? ¿Quién es? —contestaron.
—Buenas tardes, ¿se encuentra Ailice?...
Una sensación de agobio lo invadió, y Ósver se distanció del teléfono. Edú lo vio alejarse, pero no soltó el teléfono y continuó hablando durante varios minutos.
—¿Qué te dijo? —preguntó Ósver, ansioso por conocer la respuesta.
—Eres un cobarde, te diré la verdad. Le saqué una cita conmigo, ja, ja. Es una bromita, no pongas esa cara. Me dijo que vaya el siguiente lunes en la noche contigo a su cuadra, en la calle Huánuco.
—Pero ¿qué le dijiste para que te dijera eso?
—Le dije mi nombre y le hablé en tu representación, diciéndole que deseabas conocerla.
—¿Así de fácil? —preguntó Ósver sorprendido.
—Claro, así de fácil —dijo Edú, con la quijada erguida de satisfacción—. Ahora no te vayas a escapar, quedarías en ridículo.
Era lunes, la ansiedad de enfrentarse cara a cara con Ailice hacía que ya no sintiera su cadera tan pesada como antes; ahora era un mar de nervios. Se miraba a cada segundo en el espejo para acomodar cualquier pelito insurgente, amotinado en esa dictadura de cabellera. Revisaba una y otra vez el papelito donde había escrito las primeras palabras que le diría a Ailice. Se repetía a sí mismo una y otra vez: «No soy un cobarde», mientras su mente gritaba que sí lo era.
Al llegar la noche, Ósver y Edú subieron a la calle Huánuco. Se sentaron en un bloque de concreto que hacía las veces de asiento, y esperaron a que Ailice abriera su puerta y saliera.
—¿A qué hora te dijo que saldría? —preguntó Ósver, mordiéndose las uñas.
—A las ocho de la noche —dijo Edú—. Tranquilo, ya va a salir. Hay que esperar.
Pero Ailice no salía. La calle estaba desolada y no parecía que fuera a aparecer. «¿Será verdad que ella me citó aquí, o de nuevo me está engañando Edú?», pensó Ósver, con el ceño fruncido y mirándolo de reojo.
—Son las nueve de la noche, no creo que Ailice salga —dijo Ósver, enfadado—, o a lo mejor me has engañado de nuevo.
—¡No te he engañado! Espérala.
En ese momento, cuando Ósver ya pensaba en retirarse, se abrió la puerta y Ailice salió. Miró hacia la esquina donde estaban ellos. No perdió ni un segundo en detenerse o hacer una mueca; simplemente dio media vuelta y se metió de nuevo en la casa de su abuelita, como si no quisiera perder el tiempo con dos perdedores en la calle.
Editado: 06.01.2025