Ósver se encontraba en la ciudad de Piura. Su madre había sido trasladada al Ministerio Público de esa ciudad hacía muchos meses. Él se preparó para rendir su examen de admisión; estudió día y noche. Cuando llegó el día del examen, su madre lo llevó a la universidad. Ósver se sentía como un bicho raro, como una especie en peligro de extinción, ya que cientos de alumnos que también rendirían el examen lo observaban mientras caminaba de forma extraña y anormal. El salón donde le correspondía rendir su examen estaba en el segundo piso. Ósver subió las escaleras poco a poco, apoyándose en las barandas. Cuando llegó al salón donde daría su examen, se dio cuenta de que estaba cerrado. Al llamar a la puerta, el profesor salió molesto y le preguntó:
—¿Usted sabe a qué hora es el examen de admisión?
—A las ocho de la mañana, profesor —respondió Ósver, todavía sin aliento por la subida.
—¿Y sabe qué hora es?
Ósver miró el reloj en la pared, como buscando apoyo en él.
—Son las ocho y dos minutos.
—Entonces, ha llegado tarde. Por favor, retírese —dijo el profesor y cerró la puerta.
Ósver regresó con la mirada baja, sintiendo cómo el peso invisible de sus propios músculos lo traicionaba una vez más. Los pabellones de la universidad se alzaban como enormes titanes caídos y ociosos que debía recorrer. Su madre lo esperaba afuera, ya que estaba prohibida la entrada a familiares de los postulantes; además, Ósver deseaba valerse por sí mismo.
—¿Qué pasó, hijo? —preguntó su madre.
—¡No quiero volver nunca más a una universidad en mi vida! —respondió Ósver, enfadado.
Margarita, sabía que su hijo no tendría muchas oportunidades en la vida, o casi ninguna, debido a la enfermedad que el padecía. Lo llevó de regreso a casa y luego ella se marchó a su trabajo.
Ósver pasó varios años en Piura. Se mantenía encerrado, sin amigos, sin vida. Su único contacto con el mundo exterior era la señora del restaurante de la esquina, que le traía su almuerzo de lunes a viernes. Aferrado al Messenger y a las salas de chat, su única interacción real era con Kike, su viejo amigo, y algún que otro conocido de Moquegua. Un día, Kike le confesó por Messenger algo que lo dejó atrapado en sus pensamientos: quería ser padre, pero su pareja no quedaba embarazada. Después de varios intentos y consultas a médicos, descubrió que su diagnóstico era devastador: oligozoospermia severa. No producía suficientes espermatozoides, y los pocos que generaba eran débiles, anómalos. Sin embargo, no se rendiría y buscaría alguna solución con especialistas en Chile.
Ósver, de igual manera, mantenía contacto con Édgar, quien había regresado a vivir en Arequipa. Éste le contaba que, después de haberse cambiado tres veces de facultad en la universidad, estudió finalmente Derecho y Ciencias Políticas, y que ya estaba en el tercer año de la carrera. Ósver también quería comunicarse con Julius. Lo buscó por una red social pero no lo pudo ubicar.
Ósver evitaba ir a terapia como quien huye de una pesadilla. Le recordaba a los hospitales, a esos pasillos fríos y a las miradas llenas de lástima. Solo su madre lograba convencerlo para ir a la casa de un cardiólogo, amigo suyo, a hacerse los benditos controles debido a la miocardiopatía. Lo que más le molestaba era la sensación de estar atrapado en un ciclo que no tenía fin, como si su cuerpo, ya jodido, le recordara cada día que la vida no era más que un trámite pesado.
Margarita sabía que su hijo, además de padecer una enfermedad cruel, sufría también de depresión por la constante soledad en casa y la falta de amigos. Angustiada por su sufrimiento, ella cargaba con su propio dolor en silencio, viéndolo consumirse más cada día por la enfermedad. Incapaz de soportar verlo sufrir un año más, decidió dejar su trabajo, dejarlo todo, y mudarse con él a Moquegua, donde intentaría reconstruir su vida y la de su hijo, además de trabajar como abogada independiente.
Editado: 06.01.2025