Al día siguiente por la noche, Ósver se había esmerado en su apariencia, con el peinado impecable y el perfume tan fuerte que casi podía olerse desde la esquina. Se preparaba para el inminente encuentro con Ailice, como si cada minuto de espera fuera una agonía calculada, anticipando el momento en que ella, como un juez implacable, decidiría si su esfuerzo había valido la pena.
Pasaron las horas y ella no llegaba. Ósver, ansioso, daba vueltas con su bastón en su cuarto para luego echarse en la cama, desanimado, resignado a la idea de que Ailice no vendría. Sin embargo, Justo cuando se preparaba para hundirse en la decepción, tocaron el timbre. Poco después, la abuela Lucía entró en la habitación y le dijo:
—Hijo, te busca una muchacha bien guapa. ¿Quién es?
Ósver se levantó como pudo de su cama y, sin responderle a su abuela, salió al encuentro de Ailice.
Ailice estaba al volante de su automóvil. Ósver la observó y notó que tenía los ojos rojos e hinchados, como si hubiera llorado.
—¿Estás bien? Parece que has llorado —preguntó Ósver.
—No es nada, no te preocupes —respondió Ailice, con una leve sonrisa forzada, intentando restarle importancia.
—¿Qué te parece si mejor vamos al parque de la primavera? Hace años que no pasó por ahí —propuso Ósver.
En el parque, se sentaron en la misma banca donde habían estado cuando eran niños.
—¿En esta banca jugué yaces contigo? —preguntó Ailice.
—Sí, aquí mismo. Me daba mucha vergüenza que me vieran jugar a los yaces, y con una niña.
—Ay, los hombres, siempre tratando de ser machitos. ¿Cuándo aprenderán que ser un poco delicados y detallistas los hace verdaderos hombres? Apuesto a que nunca le has dado un regalo a alguna de tus enamoradas —dijo Ailice.
«¿Enamoradas? Bonito fuera», pensó Ósver, sabiéndose más virgen y sin opciones que la Santa Patrona de la ciudad. Luego, sonrió levemente y, alzando las cejas con un toque de sarcasmo, respondió:
―A ellas no... pero a ti sí.
—¿A mí? ¿Cuándo? Estás loco.
—No estoy loco, yo sí compré un peluche, un Winnie Pooh. Se lo di a Kike, o como ustedes lo llamaban: «el Chino de la cochera», para que te lo entregara, pero él me dijo que no quisiste aceptarlo y le cerraste la puerta. Después intenté de nuevo; fui con otro amigo a dejarte el regalo. Esperé en un taxi a una cuadra de tu casa, él se bajó del taxi y después de un rato volvió. Me dijo que ya había dejado el regalo en la puerta de tu casa y que tu mamá lo había recibido. No sé si te lo habrá dado.
Ailice, al escuchar a Ósver, se le formó un nudo en la garganta y empezó a lagrimear. Ósver, quien siempre llevaba papel higiénico en sus bolsillos, le ofreció un poco para que pudiera secarse las lágrimas, y le dijo:
—Discúlpame, ¿dije algo que no te gustó? ¿Hice algo malo?
—No, nada, al contrario, fue hermoso ese esfuerzo que hiciste, pero debiste dármelo a mí en persona —dijo Ailice, secándose sus lágrimas. Luego, pensó en voz alta—: Entonces ese peluche era tuyo.
Ósver escuchó ese último comentario y entendió que Ailice sabía algo que él no. Las dudas lo invadieron, y le preguntó:
—Pero, te llegó el peluche, ¿verdad?
—Ah, sí, claro. Muy bonito, gracias —dijo Ailice con un aire de nerviosismo.
Ósver la adoraba. Ella era su diosa, su ninfa, su creadora de sueños, su arquitecta de fantasías, pero también su posible asesina si ella así lo quisiera. A pesar de todo, Ósver no terminaba de creerle por completo. Una corazonada afilada y corrosiva le susurraba que ella ocultaba algo, un secreto turbio relacionado con aquel peluche.
—Ahora que lo recuerdo, también fui a la discoteca El Móvil con mis amigos y pasé un momento vergonzoso —dijo Ósver—. Un amigo le había pedido al DJ de la discoteca que te enviara unos saludos de mi parte, y todos en la disco escucharon esos saludos. Salí corriendo de la discoteca por la vergüenza.
—Oh, que tierno, pero lamento decirte que ese día no estuve ahí. Me contaron que me enviaron saludos, pero nunca me dijeron de quién fue —comentó Ailice.
—También pensé que era una posibilidad que no te encontraras ahí. Sin embargo, lo peor vino después. Un amigo junto con Kike me dijo que tu hermano, Adolfo, me amenazó y que me iba a pegar. Entonces, al día siguiente, en mi primer día de clases, me acerqué a tu hermano y lo cuadre, cosa de la que me arrepiento hasta el día de hoy.
—Qué maleante eras, pobre de mi hermano, que no mata ni una mosca. De pequeño sí era un poco travieso y creído, pero después de mi accidente, cambió. Ahora, sácame de una duda: ¿quién te mintió sobre lo de mi hermano, el chino de la cochera o el otro amigo?
—Fue Edú, el morenito que te llamó para encontrarnos. Kike estaba a su lado —explicó Ósver.
—Ah, Edú y Kike , ya me acorde de sus nombres, pero Kike fue su cómplice —dijo Ailice.
—Sí, pero ¿cómo me voy a enojar con él? Nos conocemos desde los cinco años. Es mi mejor amigo. Además, ahora él viene a mi casa a darme terapia. Solo fueron travesuras de adolescentes.
Ósver todavía no olvidaba cuando Ailice lo había venido a recoger con los ojos llorosos.
Editado: 06.01.2025