Al día siguiente, Ósver miraba a Kike con furia, apretando los dientes de cólera hasta hacerlos crujir como rocas en un río caudaloso mientras este le movilizaba las piernas. «Así que fuiste tú el que se interpuso entre Édgar y Ailice, y me decías que yo estaba saltando de un pie. ¡Qué iluso fui!», pensó. Quería golpearlo, patearlo, darle rodillazos, pero su atrofiado cuerpo le impedía tales proezas.
—Hoy estás muy callado, ¿cómo te ha ido con tus ejercicios en casa? —preguntó Kike.
Ósver no tenía intenciones de decirle que ya sabía sobre la relación que él y Ailice tenían desde adolescentes. Quería hacerle creer que no sabía nada. Esta vez, quería ser más astuto que él, pues ya le estaba devolviendo con la misma moneda.
—Me ha ido excelente ni te imaginas lo bien que estoy —dijo Ósver.
A Kike le llamó la atención la desmesura con la que Ósver respondió, y le dijo:
—Qué bien, Game Ósver. Todos queremos que tengas ese buen ánimo. Te comento que Edú llegó de viaje hoy por la mañana y nos reuniremos en la cochera a las ocho. Queremos que nos acompañes.
De pronto, el celular de Kike empezó a timbrar y él salió del cuarto para contestar la llamada. Como la camilla, donde estaba Ósver, estaba al costado de la ventana, él pudo escuchar cómo Kike intentaba evitar una discusión con Ailice.
—No, Ailicita, no es eso... —La voz de Kike sonaba como quien pisa huevos en un campo minado—. Sí, claro que te escucho, pero ahora no es el momento. No... no es que no quiera hablar, es que... ¿Por qué siempre tienes que hablarme en este tono? —siguió balbuceando, cada palabra un intento desesperado por escapar del embrollo—. Ahora ya no me hablas... te quedaste callada. Ailicita, amor, tú sabes que siempre has sido mi prioridad...
El silencio de Ailice era peor que cualquier reproche. Ósver, con una sonrisa irónica, pensó que Kike estaba en su propio infierno, uno del que no había salida, solo aplazamientos. «Pobre diablo», murmuró para sí como un pensamiento, mientras la conversación seguía su curso como una caída libre hacia el desastre inevitable.
Después de unos minutos, Kike ingresó de nuevo al cuarto.
—Vamos a mi casa —dijo Kike, con un semblante apagado.
—Okey... vamos —respondió Ósver, no tan convencido.
Con el paso de los años, Kike se había mudado a la cochera de su padre en el barrio Belén, donde antes solo había un pequeño cuarto de triplay. Con sus ahorros y algo de tiempo, logró construir dos ambientes: una habitación para dormir y una cocina.
Era la segunda vez que Ósver entraba a la habitación de Kike, y esta vez notó un cambio sorprendente. Kike ya no era el tipo desordenado que solía ser; las sillas no estaban cubiertas de montones de ropa, y los calcetines desparramados por el suelo habían desaparecido. Todo estaba en su lugar, cada objeto ocupaba su espacio como si hubiera sido meticulosamente calculado. El suelo, limpio como un espejo, y un suave aroma a lavanda flotaba en el aire. Aquella pulcritud, casi aséptica, provocaba en Ósver una extraña sensación de incomodidad, como si en lugar de estar en una habitación, hubiera entrado en una clínica privada.
—Ven, recuéstate mejor en esta camilla —dijo Kike, levantando el respaldo para que Ósver se sintiera cómodo.
Kike había leído mucho sobre la enfermedad de Ósver y todas las limitaciones que la distrofia muscular de Duchenne le causaba. Por eso, prefirió que Ósver estuviera en lo alto de una camilla, para que cuando quisiera bajar, le resultara más sencillo y no tuviera que esforzar sus piernas y cadera tratando de erguirse como si estuviera sentado en una silla.
Media hora después, Edú llegó con dos paquetes de seis botellas pequeñas de cerveza. Al ver a Ósver, le preguntó:
—Ósver, ¿qué te pasó? ¿Tuviste un accidente?
Edú no sabía que Ósver tenía una enfermedad, ya que, apenas terminó la escuela, se había ido a la capital a estudiar gastronomía. Con el tiempo, se graduó y consiguió un trabajo en un restaurante reconocido.
Ósver le explicó a Edú su enfermedad. Luego de eso, Edú sacó una botella de cerveza y empezó a tomar. Comenzó a hablar de lo que había experimentado en la capital: los problemas económicos iniciales, Los episodios en los que había sufrido robos, y los amores que había dejado. Kike también agarró una botella y empezó a beber con voracidad, como un vikingo después de una batalla. Esto reflejaba que tenía un problema oculto que quería sacar a la luz, pero no se atrevía. Después de varios intentos de expresar lo que sentía, Kike, por fin dijo:
—Amigos, la relación con mi novia no está pasando por su mejor momento. No es por mí, es por ella.
Ósver, que apenas había bebido la mitad de la pequeña botella de cerveza, contempló a Kike con una expresión abatida, soltando lágrimas de desesperación y dolor. Nunca antes Ósver lo había visto en esas condiciones tan humanas; Kike solía ser impávido y seguro de sí mismo.
—¿Ella te ha hecho o dicho algo? —preguntó Edú.
—No me ha dicho nada, pero se comporta distante conmigo. La llamo a su celular y no me contesta; tampoco responde a mis mensajes. Cuando la busco en su trabajo para llevarla a algún restaurante o a una heladería, y la tomo de la mano, ella se suelta con disimulo, pensando que no me doy cuenta.
Editado: 25.02.2025