Game Ósver

El colchón de piedra

Días posteriores, Kike le preguntó a Ósver en su terapia:

—¿Por qué te fuiste esa noche?

—Porque tenía sueño. Además, tú no podías llevarme y preferí tomar un taxi —respondió Ósver, malhumorado.

Kike notó que Ósver estaba huraño y ofuscado. «Deben ser los efectos secundarios de las pastillas», pensó. Luego termino la terapia, y le dijo:

—No podre venir durante un mes porque tengo una capacitación en Lima. Cuando regrese retomamos las terapias. —Luego abrió la puerta y se fue.

Los días pasaron, Ósver ignoró los mensajes y llamadas de Ailice, alimentando su resentimiento como si fuera un hobby. Hasta que un sábado por la tarde tocaron el timbre. Su abuela Lucía, como era de costumbre, fue a ver quién era. Ósver escuchó a su abuela conversar con alguien. Después la abuela Lucía entró a su cuarto, y le dijo:

—Hay alguien esperándote en la sala. —Con un brillo travieso en sus ojos agregó—: seguro es tu chica.

Ósver fue a la sala y encontró a Ailice sentada en el sofá. Ella apenas lo vio, se levantó y lo abrazó.

—Perdóname por lo de la otra noche, no volverá a ocurrir —dijo Ailice—. Te lo compensare de alguna manera, ya verás.

Ailice, llevó a Ósver al parque de la primavera y se sentaron en la misma banca. Ella sacó de su bolsillo la misma bolsita de tela con los yaces que Ósver había encontrado hace quince años. Ósver recordó aquel día con nitidez cuando había sentido vergüenza de jugar yaces con una niña; una niña, que ahora era una mujer con un rostro torcido a consecuencia de la parálisis facial.

—Ay, qué tonta, ¿en qué estaré pensando? Puse los yaces en la banca y no me percate que habían cambiado las bancas de concreto por unas de madera, y se me cayeron los yaces entre las tablas, ¡imagínate! Que torpeza la mía.

Hasta en esos momentos de brutalidad y desatino, Ósver no podía evitar amarla. Era como si su torpeza fuera parte de un encanto caótico que, inexplicablemente, solo profundizaba su sentimiento hacia ella.

Ailice buscó por los alrededores algo con superficie plana que le sirviera como mesa para poder jugar, y en una loza deportiva pudo encontrar un pedazo de triplay; lo trajo y lo colocó en la banca y jugaron como dos horas.

—Hasta ahora no me ganas, ¿Con quién estas? ¿Quién soy yo? Responde pues —dijo Ailice burlándose—. Tienes que decir: con mamá.

La ternura que emanaba Ailice al burlarse con el estilo de Ósver era sencillamente encantadora, como una danza de ironía y cariño. Sus miradas pícaras y bromas amigables añadían ligereza al ambiente. Para Ósver, cada comentario de Ailice era como una suave reverberación a los sentidos. Era una caricia que le recordó lo gratificante que era dejarse llevar por el humor y el momento.

En aquel instante, sentados juntos en la banca del parque, Ósver no podía evitar sonreír ante las ocurrencias de Ailice. Fue entonces que ella tomó la bolsita de tela de los yaces, y le dijo:

—Mi bisabuela bordó mis iniciales en esta tela. La busqué por todos lados esa tarde en mi casa, y al no encontrarla tuve que volver al parque con mi mamá, pero nunca la encontramos.

—¿Quieres ir a donde la había guardado? —preguntó Ósver.

Fueron a la antigua casa de los abuelos de Ósver. Cuando llegaron, el viejo colchón de paja estaba en medio de la sala. Don Fernando había estado ahí horas antes y había sacado las últimas cosas rescatables, colocándolas en la sala, ya que la casa iba a ser demolida dentro de una semana. Ailice sacudió el colchón como pudo y le colocó unas viejas sábanas guardadas en unas bolsas de plástico, mientras Ósver esperaba recostado en la pared. Luego se acostaron en aquel colchón, y ella le dijo:

—Este colchón es una piedra, no sé cómo tu abuelo ha podido dormir aquí.

Ósver le relató parte de sus aventuras de infancia. Ella también compartió las suyas y en varios momentos sus historias se encontraron.

—Ahora ya no somos niños —dijo Ailice de forma pícara.

Luego, reprodujo la canción de su celular: Gracias a Dios, de Thalía y comenzó a cantarla. Ailice tenía la capacidad de ruborizar a Ósver cuando cantaba. De esa manera, creaba una conexión entre ellos. Se acercó a él y empezó a besarlo, y él correspondió. Esa noche, Ósver se entregó por primera vez en su vida con deseo y éxtasis a la pasión desesperada de dos amantes. Cada caricia, cada beso era una alegoría al fuego que ardía entre ellos como el baile frenético de una «toada» que repitieron varias veces. Cuando ya habían satisfecho sus deseos reprimidos, Ósver le preguntó:

—¿Qué va a suceder con Kike?

Ailice quedó sumida en sus pensamientos, luego le respondió:

—Cuando Kike regrese de Lima... hablaré con él.

A pesar de que las palabras de Ailice parecían ser una buena noticia para Ósver, él no percibía a Ailice segura de lo que había dicho. La mirada esquiva que mostró al responderle era una señal que él prefirió ignorar. Ósver no quería estropear el momento con inseguridades inútiles. Era su noche con ella. Si era necesario morir de un paro cardíaco por la miocardiopatía que padecía, él estaba dispuesto a hacerlo, pero no quería que esa noche amorosa con Ailice terminara de forma abrupta.




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