Estaba en la sala de espera desde hacía horas, agarrando su cuaderno con firmeza. Desde hacía un tiempo escribir era su refugio, una manera de calmar su ansiedad, especialmente en aquellos momentos de incertidumbre. En sus páginas plasmaba todos sus pensamientos, tanto de esperanza como de rabia. Siempre le proporcionaba un gran alivio.
Recordaba el día que se lo contaron. Se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar. Fue como un jarro de agua fría. Llevaba tiempo sintiéndose extraña, pero jamás pensó que fuera eso. Poco a poco fue afrontando la situación y, lejos de hundirse, decidió trazar un plan.
La niña, que había permanecido sentada, se levantó de la silla, tirando sin querer el cuaderno al suelo. Una señora se agachó a recogerlo con mucha amabilidad. Sin embargo, al leer lo que había escrito, su rostro palideció: “Voy a por ti“, seguido de unos inquietantes garabatos. La mujer, asustada, apartó la mirada, más aún cuando escuchó a la madre responder con serenidad: “Eso es, cariño, acabarás con él”.
Justo en ese momento, el médico entró en la sala: “Inés, enhorabuena, la quimio ha funcionado. ¡Hemos vencido al monstruo!”. La señora suspiró, aliviada, mientras madre e hija se miraban, cómplices. Esta vez habían ganado la batalla.