Los contactos ya se habían extendido, como el turpial montañero en temporada migratoria. La mafia ya tenía todo preparado para declarar su dominio, desde integrantes en la ciudad, hasta funcionarios del gobierno extranjero sobornados. En colaboración con mafias como la rusa y la italiana, el expendido de drogas ya alcanzaba países como: Italia, España, Noruega, Rusia y hasta el mismo Japón. Contando con más de 18.000 integrantes y diez personas denominadas: Don, encargados de tener bajo su mando más de 900 hombres y una cantidad considerable de droga, tanto para exportar como para esparcirla por la misma ciudad. Su ley y mando eran absolutas, decretando por encima del consejero y del concejo organizado para la toma de decisiones, el alcance de los Don solo era sobrepasadas por el Don famiglieri, líder absoluto de la mafia.
Lo que, hasta ahora había sido un paseo por el parque para la Mafia, asesinando policías, agentes de la DEA y del FBI, infiltrando agentes y comprando su silencio, se iba a convertir en un completo infierno, envolviendo a cada persona que se encontrase cerca, en una lucha de sangre por un solo motivo: la supervivencia. Por más de 7 años las investigaciones no avanzaron en absoluto, la ley solo había logrado perder hombres, asumir responsabilidades en casos de muerte y perder el control de varias ciudades. La mayor parte del país originario de la mafia se había convertido en una jaula de violencia, en la cual, o adquirías drogas o te batías a muerte con los vendedores. En escasos recursos, la ley solo poseía los nombres de un par de Don, sin embargo, sus rostros e identidades eran toda una incógnita. Por tal motivo, tanto el FBI como las naciones unidas recurrieron a su último recurso para evitar más baños de sangre: Acudir a la agencia de detectives que se encargaba de lo que el gobierno no podía, o en palabras más sencillas, el grupo de detectives llamado: gatos callejeros. Fue una decisión tardada, ya que todo el que supiera de la existencia de tal agencia sabia solo una cosa de ellos: No se encontraban tras las rejas porque hacían el bien. O eso se creía.
Se sabía que podía ser un arma de doble filo, sin embargo, aquel grupo era una mejor opción que entregarles las ruinas del mundo a la mafia. El FBI y la DEA podían encargarse de la mafia rusa e italiana, como ya lo habían venido haciendo, no obstante, esta nueva mafia era demasiado para ellos, y lo confirmaron con el pasar del tiempo. Criados para matar y vivos para no existir, la autodenominada corvo Mafia.
El lunes por la mañana llegó a los gatos callejeros una carta anónima, bien doblada y guardada en un sobre oscuro, la cual se encontraba firmada por el mismo director del FBI y el presidente de las naciones unidas, con una sola indicación: “El dinero no es inconveniente. Encárguense de solucionar el problema y guarden silencio.”
La agencia, la cual se había mantenido alejada de cualquier lucha, pero atenta a los movimientos de la corvo mafia, ya tenía conocimiento del próximo movimiento de su parte: El asesinato que se llevaría a cabo en el tren de las 3 p.m. Un asesinato sin más información que esa. Solo se sospechaba que la razón fuera una traición.
Teniendo a 4 de sus integrantes por fuera de la ciudad, el jefe de los gatos callejeros decidió encargarle el caso a Ethel, el único que no abandonaba la ciudad por una simple razón: Se mareaba al abordar algún avión.
Ethel fue notificado el mismo día por la mañana, sin embargo, eran las 2 p.m. y el subsistía en frente de un motel poco elegante, y no precisamente para disfrutar de su tiempo con una mujer, se encontraba allí por una razón más que sencilla, se había extraviado. El hombre de 25 años, de cabello negro que cubría su frente y sus orejas con ondulaciones indescifrables, y vendajes en la muñeca que llegaban hasta sus dedos, podía ser muy perspicaz y peligroso a la vez, sin embargo, aquellas habilidades innatas no le eran de utilidad a la hora de orientarse. Sin mencionar que tomar un taxi no estaba en sus planes si no contaba con sus suministros de balas. Ethel desabotonó su gabardina gris en un suspiro casi eterno y empezó a seguir a un anciano con papeles en mano que caminaba en dirección contraria en la que él pensaba dirigirse. Cruzaron la avenida, pasaron los callejones en los cuales los vendedores de droga la vendían indiscriminadamente y por estaciones de policías ya vandalizadas. La ciudad ya había perdido el 80% de la autoridad, las pocas estaciones de policías aún vigentes se mantenían en pie por una promesa, y esa era no intervenir en la venta de drogas de ese vecindario. Ya era más común que las personas adineradas vinieran al sur en sus autos de lujo a conseguir droga, y era aún más común verlos consumir las líneas de cocaína encima del capó. El miedo de la mayor parte de países era que las demás ciudades terminaran como esta, en donde la droga, el asesinato, los secuestros y el chantaje ya fueran prácticamente legales.
Ethel encontró la estación del tren siguiendo al anciano, el mismo que minutos más tarde estaría en una cita médica al otro lado de la ciudad. Después de haber visto al anciano abordar el tren, Ethel tomó asiento y espero que fuese la hora prevista. Los pocos oficiales que estaban en el lugar, ignoraban por completo los intercambios de droga que se hacían en sus caras, y en cambio, para no sentir que se dedicaron a una profesión equivocada, perseguían a los ladrones de bolsos y acudían a las peleas que se daban por el ambiente hostil.
Llegó el tren de las 3 y Ethel lo abordó por el último vagón. Decidió no tomar asiento, en cambio, recostó su espalda a la puerta y observó su alrededor. Se tomó su tiempo y al detallar a todas las personas, decidió subir de vagón. Las luces parpadeaban y las pantallas que te indicaban las próximas paradas ya estaban fallando. El ambiente no decía mucho de lo que ocurriría minutos más tarde, sin embargo, en el aire se presentía el olor a sangre para las personas con buen olfato. Ya estando en el segundo vagón, que solo contaba con dos personas habitándolo, tomó asiento al lado de una mujer que entre sus brazos sostenía un bebé que lloraba. El adulto de piel oscura que se encontraba al lado de la mujer parecía peculiarmente interesado en el acto del recién nacido, le hacía señas y desfiguraba su cara para calmar el llanto. Ethel lo notó, no obstante, no mencionó nada.
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Editado: 24.05.2021