Gavriel

01

—Mierda, mierda, mierda...

Grité al ver el desastre de tinte negro que cubría el lavamanos... blanco.

—Claro, Ivell, no puedes ser más desastrosa en esta vida.

No suelo ser muy organizada, así que mis sesiones de belleza y skincare suelen ser un caos cuando estoy sola. Con mis amigas no me pasa; ellas son más ordenadas y siempre se hacen cargo de todo. Trato de limpiar durante la media hora que debo llevar el tinte en la cabeza. Estoy cerrando un ciclo, de cabello platinado a negro en una noche, para evitar caer en la locura. Perfecto.

Escucho mi celular sonar: es Evan, y dudo en contestar. No es que no me guste o que me caiga mal, pero lleva meses pidiéndome que salgamos juntos. A ver, el hombre no es feo, es inteligente, tiene casa propia, carro y trabaja, pero sencillamente no es mi tipo, aunque no entiendo bien por qué, y mis amigas me cuestionan por eso.

Aún así, contesto.

—¿Llamándome a estas alturas de la noche? Son casi las dos de la mañana.

Escucho su risa al otro lado del celular.

—Sé que en las noches no duermes; eres más bien como un murciélago.

—Cállate, estoy pintándome el cabello, cerrando ciclos y limpiando mi lavamanos que, ahora sí, parece que no tiene arreglo.

Volvió a reír. Sabía que iba a decir algo raro pronto; lo conozco bastante, lo suficiente como para prever lo que piensa.

—¿Por qué? ¿Tu casi-algo te dejó?

—¡Evan!

—Es una pregunta válida.

Me paseé por toda la casa en medio de la llamada. El olor a tinte de farmacia casi me dejaba intoxicada, pero ¿qué le podía hacer? El cabello platinado ya no me hacía sentir yo, la verdad.

—Solo quise un cambio —dije mientras me sentaba en el piso del pasillo, con el cable del teléfono enredado en la pierna y el olor del tinte impregnando cada rincón de la casa.

—¿Un cambio de pelo o de vida?

—De pelo, Evan, no me pongas intensa la madrugada.

—Intensa estás tú; pareces una rockera deprimida con esas decisiones impulsivas de medianoche.

Rodé los ojos, aunque él no podía verme. Me hacía gracia que siempre tuviera una respuesta lista para todo. Pero, la verdad, ya me tenía un poco cansada. Siempre está ahí, rondando, como ese mosquito que no te pica pero zumba en la oreja.

—¿Sabes qué? Deberías decir que sí.

—¿Sí a qué?

—A lo que ya sabes —dijo, con ese tono engreído de niño bueno que sabe que tiene la carta ganadora—. A la cita. La que te propuse hace dos semanas y fingiste no ver en el chat.

Me mordí el labio y tragué aire, no porque me emocionara. Para nada. Más bien, porque ya no quería seguir esquivando el tema. Me daba pereza continuar esquivando a Evan, con sus indirectas, sus memes pasivo-agresivos y su manía de mandarme flores de tanto en tanto, como si fuéramos personajes de una comedia romántica en la que yo nunca firmé.

—Ok —dije, sin pensar mucho—. Una cita, una, ya deja de molestar.

Hubo silencio al otro lado. Luego, una risa que me hizo querer colgarle el teléfono en la cara.

—¡¿Ves?! ¡Sabía que dirías que sí algún día!

—Sí, bueno, hoy es ese día, felicidades, ya tienes tu premio: me debes una limpieza profunda de baño por esto.

—Trato hecho —respondió, y me imaginé su cara de idiota feliz.

La conversación siguió durante unos veinte minutos más, en los que hablamos de nada en especial: comida, películas, un tipo que se cayó en el metro, su gato, que al parecer ahora tiene ansiedad. Lo de siempre. Cuando colgué, el lavamanos seguía hecho un desastre. Mi cara, también.

Fui directo al baño, me quité el tinte y me apliqué una mascarilla de esas que dicen "regeneradora", aunque lo único que regeneraba era mi sentido de dignidad. El cabello negro goteaba por mi espalda mientras me secaba la cara y, por primera vez en semanas, me sentí... no sé. Un poco más yo.

Me preparé un matcha. No era el mejor; no me quedaba como el de las cafeterías cool de Instagram, pero me sabía a casa. Me senté frente a la computadora, en mi silla con el respaldo medio roto y una manta sobre las piernas. Era de esas noches. Largas, tranquilas y en las que mi cerebro funcionaba mejor que en cualquier otro momento.

Me puse a programar.

Nada específico, solo un proyecto personal en el que venía trabajando hace meses: una pequeña app para monitorear el estado de ánimo con colores. Me gustaba esa idea. Como si los sentimientos pudieran tener paletas propias. Tal vez algún día lo subiría a alguna tienda, o tal vez no. Prefería que fuera solo mío.

Hasta que vi la notificación.

gaVriel ha comenzado a seguirte.

Fruncí el ceño. No seguía a mucha gente, y menos recibía notificaciones así a estas horas. Entré al perfil por pura curiosidad, esperando ver a algún random con cero publicaciones y un feed lleno de frases robadas de Pinterest. Y sí, en efecto, no había nada. Cero publicaciones. Una foto de perfil en negro. Ni bio, ni highlights, ni nada.

Pero algo raro pasó.

El número de seguidores comenzó a subir. En tiempo real. Uno, cinco, diez, veinte, cincuenta. Actualicé. Noventa y tres. Ciento veinte. Ciento ochenta y cuatro. Mi mano se quedó quieta sobre el mouse. El cursor temblaba sobre la pantalla. Me froté los ojos. No era yo. No era un sueño. No era el matcha mal preparado.

Entré al perfil de nuevo. Nada había cambiado, pero el número de seguidores pasaba los quinientos. Luego mil. Y entonces me di cuenta de algo más.

Solo seguía a una persona.

A mí.

Tragué saliva. Se me secó la boca. Mi cursor bajó por inercia a la bandeja de entrada: un mensaje.

gaVriel te ha enviado un mensaje.

No lo abrí.

Todavía no. Me gusta el misterio, pero abrir un mensaje de una cuenta desconocida en la madrugada no me parecía una buena idea.




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