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2

Me desperté, parecía que solo habían pasado unas horas, aunque no estaba muy segura ya que ni la luz del día ni ningún tipo de sonido llegó a mis oídos. Me incorporé con esfuerzo, obligando a mi cuerpo a obedecer. Vi mi reflejo en el espejo que había en la pared, y me quedé pasmada. Esa no parecía yo, ¡ni por asomo!

Una mujer atlética, de cabello oscuro y ondulado, con unos ojos grandes, de un increíble verde, me devolvió la mirada. Los labios llenos dibujaban un gesto de asombro y una mandíbula marcada resaltaba en la piel color crema. Parecía yo, pero mis rasgos aniñados ya no estaban. Lo que tenía frente a mí era una mujer adulta. Me llevé mi mano hacia la mejilla, antes redondeada. Sorprendida, presioné sobre el pómulo definido y el reflejo me devolvió el movimiento.

Me sobresalté cuando la puerta se abrió y entró un hombre, de unos cuarenta años. Iba enfundado en un mono negro, adherido a su musculoso cuerpo. En su rostro lucía una fea cicatriz que le cruzaba toda la mejilla izquierda. Se movió con una sinuosidad y seguridad pasmosa: rezumaba autoridad.

—Buenas tardes, Ari, soy Víctor, guerrero paladín comandante.

Su tono era agradable, pero hablaba de una forma que imponía, aunque parecía no ser consciente de ello.

—¿Es que aquí no se llama a la puerta?

—Llamé, pero no oí respuesta. Siento si te he molestado.

Una ceja negra se alzó en su duro rostro, sin embargo, su boca se torció en una sonrisa contenida. No lo sentía, en absoluto. Y tenía el mismo feo vicio que yo con ese gesto, eso me resultó gracioso.

—Supervisaré tu entrenamiento.

Definitivamente, esa gente parecía estar obsesionada con los entrenos.

—Entrenar, ¿yo? ¿Esto es una broma? ¡Con lo torpe que soy!

—No. Ya no —respondió Víctor, su semblante me hizo querer no discutir con él, aun así le desafié:

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Lo necesitarás. Créeme. —Me acercó una prenda negra y añadió—: Puedes dejar el traje de recuperación y ponerte este otro de acción. Te esperé fuera. —Y salió de la habitación dejándome con un montón de preguntas en la cabeza.

Por un momento, pensé en desobedecer sus órdenes, porque realmente no encontraba un motivo para hacer lo que me decía. Paseé la mirada por la habitación, escaneando la cama en la que me habían dicho que había pasado dos meses postrada y, de repente, el lugar me pareció claustrofóbico.

Necesitaba moverme y quería respuestas. Suspiré cuando tomé la decisión de salir de allí aguijoneada sobre todo por la curiosidad.

Sentí la flexible tela en mis manos, parecía cuero, pero era más elástico y fino, nunca había visto nada igual. Me quité el traje blanco con dificultad, desacostumbrada a las nuevas proporciones de mi cuerpo. Me puse el negro y, de inmediato, sentí como mía hasta la última fibra de mis músculos, adaptándome rápidamente y formando movimientos precisos. También había unas finas botas de caña alta, del mismo material pero más grueso. Me encantó sentir la comodidad de estas en mis pies.

Fascinada, empecé a moverme sin ningún objetivo más que el de notar la tela contra mi piel.

¡Guau! ¡Me sentía genial! Me daban ganas de saltar… ¡Ahhh! Era como un impulso de energía extra…, de adrenalina pura. ¡¿Dónde narices estaba esto antes?! ¡¿Quién fue el genio que lo diseñó?! Como una tonta me puse a flexionar mis brazos y piernas en modo rana… Me sentía absurdamente ¡genial!

Me di cuenta de que rápidamente había tomado el control de mi cuerpo, sintiéndome más segura, ya no vacilaba, y coordinaba mis movimientos perfectamente. Pero, de repente, un retortijón me dobló…

Ainssss, ¡qué hambre! Siempre me dolía y me ponía de muy mal humor cuando estaba hambrienta.

Salí de la habitación, con las manos en mi vientre, intentando aplacar los calambres.

Escudriñé el pasillo, no había nadie. Agrrr… Quería comer. Ya. Y pronto. ¿Dónde estaba Víctor?

Enfurruñada en medio del corredor, me debatí en esperar o ir en busca de comida por mi cuenta.

Hasta que oí unos pasos rápidos que se acercaban por detrás; una voz de chico enfurecida, me gritó:

—¡Eh! ¡Tú! —Su voz profunda retumbó por todas la paredes—. ¿Qué le has hecho a Lena?

Sobresaltada, fui a girarme, pero, antes de conseguirlo, su ruda mano me agarró del codo y me obligó a retroceder. Al principio una ira arremetió contra mí, sin embargo, de repente, no pude moverme, solo era consciente de su mano tocándome, sentí una energía electrizante que emanaba de aquel contacto y la ira se transformó en un agradable calor que se extendió por todo mi cuerpo. ¿Qué había sido eso?

Entonces, levanté la cabeza y lo miré, me fijé que en sus ojos grises brillaba un tono metálico amenazador. Pensé en la pregunta que me acabada de hacer, en Lena, y recordé que mi madre estaba muerta. El chico me observó y pude ver cómo su apuesto rostro cambiaba y se estremecía. Parecía que ya no estaba enojado. Inesperadamente, su mano me soltó, como si se hubiera acalambrado. Sentí un vacío inexplicable donde antes me había tocado y un pensamiento absurdo cruzó mi mente porque anhelé su contacto de nuevo.

Me enderecé, sofocada. La imagen de Lena en el suelo de mi habitación, tratando de luchar contra algo invisible, atravesó mi cabeza. Perturbada le contesté con pesar:

—No lo sé.

Me di cuenta de que Víctor había llegado a nuestro lado y, con el ceño fruncido, señaló a la muñeca del chico y le ordenó:

—Jos, debes revisar tu brazalete de contención, está agrietado. Nos vemos luego, en el aula de entrenamiento.

El chico lo miró sorprendido, después contempló la banda plateada y negra, agachó la cabeza y ese gesto hizo que el cabello negro le cayera sobre los ojos. Con un movimiento brusco, se giró y se alejó rápido, a grandes pasos, con sus botas haciendo eco en el pasillo. Confundida, lo seguí con la mirada, viendo cómo su cuerpo atlético ondulaba con una ferocidad contenida bajo el traje negro.



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En el texto hay: juvenil

Editado: 27.11.2020

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