Golden

Connenhed

Tragué saliva desde mi posición oculta en los lindes del bosque. No podía apartar la mirada del enorme letrero de bienvenida, tan grande y tallado con tanta perfección que las letras podían leerse desde tan lejos, aún negruzcas por el fuego que las había consumido hacía tantos años.

El corazón me latía acelerado, tenía una extraña sensación en todo el cuerpo y el frío que sentía estaba calándome los huesos. El sol hacía bastante que se había ido y yo seguía temeroso resguardandome detrás de un par de árboles. Algo me decía que no me acercara a Lostown, algo en mi interior rogaba porque no pusiera un pie dentro de ese conjunto de casas iluminadas.

Pero lo callé. Me armé de valor y, respirando profundamente, me alejé de los árboles y caminé con la cabeza en alto hasta la entrada del pueblo. Sentía que las rodillas me temblaban conforme me acercaba, y la música festiva que había escuchado antes comenzó a penetrar con fuerza en mis oídos. Era una melodía movida que incitaba al baile, pero no tenía letra.

Recorrí la distancia que separaba el pueblo del bosque, con la luna iluminando mi camino y el aullar de una manada de lobos entonando el ambiente del trayecto, sonidos que se sobreponían al estruendo propio del festival de Lostown.

Entonces llegué, el cartel se encontraba sobre mí y frente mío no había nada más que una calle empedrada completamente vacía, extendiéndose hasta el horizonte y allá, a lo lejos, en el centro del poblado, un conglomerado de gente bailando, riendo, gritando y aplaudiendo al ritmo de la música. Las casas que estaban a los costados del camino central  estaban vacías, pero seguían iluminadas.

Me quedé parado, estático, pensando demasiado sobre si debía o no acercarme. De pronto mis piernas comenzaron a moverse sin que yo estuviera intentándolo, llevándome desde la entrada hasta las entrañas del pueblo. Aquello me asustó, pensando que alguna fuerza invisible me arrastraba para perderme en el laberinto de aquel pueblo, pero supuse que tan sólo me había ensimismado bastante durante ese corto periodo de tiempo.

Caminé dubitativo por aquella calle que me sabía eterna, larga hasta el infinito. Conforme avanzaba, los intensos sonidos de la fiesta local comenzaron a taladrarme los oídos, empecé a sentir un desagradable hormigueo en el estómago y un frío glacial subía por los dedos de mis manos segundo a segundo.

Sabía que algo estaba mal, sentía que había algo terrible a punto de suceder, y a pesar de ello continué adentrándome en Lostown, envuelto en su música, sus bailes y el delicioso olor a carne que provenía del centro del poblado.

Cuando puse un pie en la plaza principal todas las extrañas sensaciones que me habían estado perturbando hasta el momento desaparecieron ante la magnificencia y la admiración que causó en mí lo que estaba sucediendo frente a mis ojos.

Apenas entré en la plaza cuando noté que había un gran círculo de fogatas a la izquierda donde varios grupos de hombres y mujeres cocinaban enormes pedazos de carne lentamente y cuyo aroma irresistible se adentró por mi nariz; a la derecha, decenas de jóvenes y adultos bailaban y reían con tanta gracia que era sencillamente delicioso para la vista. Detrás se encontraba la banda del pueblo, al menos dos docenas de músicos tocando diferentes instrumentos y brindando de una bella melodía que encajaba perfectamente con el ambiente de la celebración, aunque yo no tenía la más remota idea de lo que estaban festejando. Había varias sillas y mesas alrededor de la plaza en las cuales estaban descansando los adultos mayores y las mujeres embarazadas y, finalmente, por toda la zona corrían niños con juguetes diversos que reían entre ellos.

La plaza principal estaba adornada con cientos de luces que brillaban en distintas intensidades, y la decena de puestos, donde algunas personas vendían artesanías y comida casera, repartían una bebida muy similar a la cerveza y preparaban el queso o el pan, aportaba unos deliciosos aromas que se impregnaron con delicia en mi mente. El olor, la música y el ambiente en general me envolvió con un sentimiento tan dulce que no dudé en adentrarme en el festejo, dejándome llevar por el baile y la música.

Oculté mis pertenencias entre unos arbustos que estaban a un costado y me acerqué tranquilamente a la zona de comida, donde mujeres vestidas con grandes faldas y mandiles cortaban los filetes de carne y hombres que lucían pantalones de mezclilla y camisas daban vuelta a estos trozos encajados en varillas de metal sobre el fuego.

Una señora, de cabello negro y ojos oscuros, me miró llegar y sonrió. Mientras me acercaba, la mujer le dijo algo a unos hombres que estaban a su lado y estos asintieron. El primero de ellos, un tipo robusto y pelinegro con una extensa barba, cortó un trozo grande de carne jugosa y llena de grasa y le atravesó un palillo de madera. El segundo, de mirada calmada y cabello recortado al estilo inglés, tomo la varilla con carne y le untó una salsa roja que brillaba a causa del reflejo de las luces sobre ella. El sujeto le dio la brocheta a la mujer y ella me la extendió con una sonrisa una vez llegué a su lado.

Le sonreí de vuelta y tomé la broqueta, sintiendo los líquidos que ésta segregaba resbalando por mi mano. Pero el olor que desprendía era tan delicioso que enseguida despertó mi apetito, e inhalé el aroma de las especias mientras lo mordía. La textura era suave para la mandíbula, y el sabor era dulce y picante en una combinación tan placentera que sentí una suerte de éxtasis recorriendo mi cuerpo. La grasa y el adobo de la carne mancharon mis mejillas mientras ingería cada trozo de la brocheta con sumo deleite.

Cuando terminé de comer busqué a la señora con la mirada en ánimos de agradecerle profundamente, pero ella ya no estaba. No me había percatado de que se había marchado, así que después de darle un rápido vistazo a la plaza y no encontrarla decidí seguir probando las delicias del pueblo.




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