Poco a poco mi vista se fue acostumbrando a la llama de la lámpara y comencé a distinguir figuras en medio de la oscuridad.
La recepción era espaciosa y muy grande, pues al alzar el rostro no se veía nada más que un abismo absoluto, y el fuego sólo alumbraba algunos centímetros alrededor de mí. El viejo me miró con rostro inexpresivo, pero las sombras que bailaban en su rostro producto de la lumbre lo hacían ver aterrador.
-Sígueme- ordenó con tono gutural, y se adentró en la negrura del lugar.
Me apresure a igualar su paso, pues no se veía nada más que el camino que el hombre marcaba. Todo era oscuridad, sumida en un silencio absoluto. El viejo me guió entre estancias solitarias y largas escaleras de caracol hasta que perdí el sentido de la orientación. Finalmente, el anciano se detuvo frente a una enorme puerta de madera, y la abrió con pesadez.
-Entra- gruñó.
Acaté la orden justo cuando cerró la puerta tras de mí, y entonces la única luz que había seguido se esfumó por completo. Permanecí quieto en mi posición hasta que mis ojos comenzaron a captar la tenue luz de la luna filtrándose por sucias ventanas y polvorientas cortinas.
Estaba en un dormitorio con dos literas a los costados, un escritorio postrado en una esquina y algunos baúles decorando la pared contraria. No había nadie más ahí, pero cuando comencé a indagar por la habitación noté que ciertamente había gente viviendo en el lugar, aunque no sabía dónde estaban.
Dos de las cuatro camas estaban desechas, con algunas prendas de ropa sobre ellas y sobre un colchón se encontraba un empaque vacío de patatas fritas. Las otras dos estaban perfectamente tendidas, cubiertas de una fina capa de polvo, como si nadie nunca las hubiera ocupado.
Al examinar los baúles con la escasa luz de la luna me dí cuenta que de los cuatro, dos estaban completamente vacíos, y los otros estaban cerrados con candado.
Fue entonces que recordé mi celular, lo busqué en el fondo de mi mochila y lo extraje para intentar alumbrarme. Estaba apagado, así que apreté el botón de encendido hasta que la pantalla se iluminó con el logo de la marca y esperé unos segundos hasta que apareciera la pantalla principal. Me senté en el suelo, con una extraña sensación en el pecho.
Me costaba respirar, tal vez por el exceso de polvo en la estancia, así que saqué un pequeño pañuelo de tela de mi bolsillo y lo coloqué en mi nariz. Mi celular marcó la pantalla de bloqueo, donde aparecía la hora exacta: 2 am. La verdad no recordaba haber pasado tanto tiempo en el festejo, pero la posición de la luna me lo había insinuado cuando aún estaba afuera. La batería marcaba el 87% y no aparecía señal de telefonía alguna. Suspiré, pero encendí la lámpara del celular y apague la pantalla.
La intensidad de la luz me cegó por unos segundos, pero pronto me acostumbré a la claridad. Las literas estaban construidas en madera, y algunas partes de estas se veían negras o con rastros verduzcos. Una gran nube de polvo cubría la habitación, y pronto noté que aquel no era un simple dormitorio de alguna casa, era la habitación de un instituto: había diplomas colgadas en las paredes, un enorme escritorio decorado con trofeos, libretas y lápices, dos mochilas colgadas tras la puerta y una especie de horario pegado en el techo.
Intenté abrir la primera ventana, la que estaba más cercana a la puerta, pero ésta parecía estar sellada por completo. Me acerqué a las demás y todas se mantuvieron cerradas, excepto una, que chirrió cuando por fin pude abrirla. Un viento helado entró en la habitación, tan frío que congeló mis dedos y mi nariz. Cerré la ventana de nuevo y volví al centro del lugar. Por suerte, el polvo había desaparecido.
Decidí acostarme en una de las camas vacías y no preocuparme por mi situación hasta el siguiente día, pues estaba tan cansado que sentía los miembros del cuerpo pesados como el metal. Pegué mi mochila a mi cuerpo y me arropé con esas sábanas polvorientas. Oculté mi rostro entre mis brazos y cerré los ojos, cayendo en un profundo sueño.
Al día siguiente desperté con un molesto rayo de sol sobre mis párpados. Abrí los ojos lentamente y lo primero que ví fueron unos brillantes ojos amielados viéndome fijamente. También los miré, por alguna razón no me asustó el hecho de ser observado, y aquellos ojos me resultaban sumamente familiares.
Entonces se levantó del suelo y sonrío. Era una mujer, de cabello castaño corto hasta los hombros; vestía un típico uniforme escolar azul marino de falda y saco.
-Pensamos que habías logrado entrar al bosque, Johann- dijo la chica.- Fuimos a la azotea para rezar por tu salida cuando notamos que estabas de pie frente al internado, de nuevo.
Fruncí el ceño. Mi nombre definitivamente no era Johann, y comencé a recordar donde estaba y lo que había pasado la noche anterior. Entonces me dí cuenta de que no conocía de nada a la chica que me miraba sonriente, con los ojos brillosos.
-¿Y?- inquirió de pronto.- ¿Cómo te fue?
No sabía muy bien cómo responder, así que sólo me quedé callado. Me incorporé lentamente y me senté en la orilla de la cama. La muchacha dejó de sonreír y cruzó los brazos, con una clara molestia en el rostro.
-¿Ahora vas a pretender que no me conoces? ¿Cómo haces siempre?- preguntó con enojo.
-Déjalo, Meredith- reprochó una voz masculina.- Ni siquiera recuerda quién es.
-¿Y tú cómo sabes eso, Aaron?- preguntó la chica como respuesta, apartando su mirada de mí y dirigiéndola hacia arriba.
De pronto, unas piernas colgaron frente a mi cara y por poco me golpean. El chico saltó desde la cama superior y se levantó mirándome. Sus cabellos también eran castaños, pero sus ojos eran verdes como las aceitunas. Vestía el mismo uniforme escolar, pero en la típica versión masculina.
-Bebió dimenticanza, sus recuerdos estaran borrosos hasta mediodía.
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Editado: 30.09.2019