Golden

Espejos

-Te traeré una taza de té- ofreció Meredith mientras caminaba a la puerta.- Te ayudará a sentirte mejor.

-Voy contigo- comentó Aaron, caminando deprisa hacia ella.

El chico empujó a Meredith para que saliera de la habitación y luego cerró la puerta con fuerza tras él. Los observé salir sin decir nada, aún algo abrumado por mis últimos pensamientos. Era realmente inquietante el halo de pesadez que sentía desde que había llegado al pueblo, algo extraño y misterioso que me hacía dudar de cada habitante del lugar. 

Pero más extraño aún era el hecho de que todo hubiera encajado a la perfección, que no necesitara una coartada para pasar desapercibido. Era una coincidencia increíble que el mismo día en que yo había entrado al pueblo, un chico había escapado del instituto; y aún más increíble el hecho de que me pareciera a él. Como si todo hubiera estado calculado para que yo ocupara su lugar.

Y, a pesar de la situación, a la vez todo se sentía perfecto, como si tuviera una verdadera razón para existir. En primera instancia, el orfanato, donde educan a hijos bastardos de reyes o eminencias políticas, donde refugian a los herederos de grandes fortunas cuyos padres han sido asesinados. En segundo lugar, el pueblo entero, cuya historia según palabras de Ginebra era triste y cruel, parecía haberse recuperado de las leyendas y mitos que contaban a su alrededor, y ahora sólo era una comunidad de campesinos y agricultores como cualquier otra; tal vez con más recursos, después de todo era el refugio de futuras figuras de gran prestigio e influencia. Buscando una explicación, las cosas se tornaban más sencillas.

Así como las fiestas que Meredith y Aaron me habían hablado, A pesar de que la sola mención de ellas me hacía erizar la piel, la verdad era que buscando el lado lógico éstas tenían una verdadera razón para existir: distracción. Aunque me preguntaba si había algo en esas festividades que había provocado que el tal Johann escapara y si era ese mismo hecho el que provocaba que sintiera escalofríos todo el tiempo. 

Me acosté sobre el colchón y observé el techo de madera que constituía la base de la cama sobre mí. Todo estaba sucediendo tan rápido que me confundía más que el enredo con Johann y los chicos. Apenas había arribado hacía una pocas horas al pueblo, y ahora estaba en un internado fingiendo ser alguien que no era.

Pero hay una razón por la que vine a este pueblo en medio del bosque y olvidado por el mundo. Busqué mi mochila con la mirada hasta que la encontré tirada a los pies de la litera contigua. Me levanté y fui por ella, para luego volver a tumbarme en mi cama.

La abrí. Dentro había bastantes cosas que no recordaba haber metido, como un par de brochetas envueltas en plástico y varias frutas, una brújula, una linterna, un par de guantes, una bufanda muy grande, una cuerda, una navaja suiza, una pluma y libreta, un pequeño botiquín y poco más. Pero ahí había algo más, un pequeño objeto que me erizó la piel: un espejo.

Sobre la superficie pulida del cristal la imagen de unos ojos grises hizo que soltara un grito de terror y arrojara mi mochila. Comencé a respirar con dificultad, con el corazón acelerado, mientras veía mis pertenencias esparcirse por el suelo. Intenté relajarme, concentrandome en mi respiración. Inhalé y exhalé varias veces hasta que pude bajar la velocidad en que lo hacía.

Cuando pude calmarme, me levanté de la cama y me arrodillé en el suelo con lentitud, para posteriormente comenzar a buscar el espejo entre el bulto que había creado mi mochila. Cuando lo encontré, volteado al suelo, lo levanté con la mano temblorosa. 

Conté hasta tres para prepararme mentalmente de la próxima revelación. Suspiré con pesadez y, envuelto en un sentimiento de estrés y preocupación que nunca había sentido, volteé el espejo y me ví.

Tenía el cabello negro, recortado al clásico estilo estudiantil. Mis ojos eran grises, un color extraño que nunca antes había visto en retinas. Tenía la nariz respingada y mi piel era clara pero ligeramente tostada, posiblemente por el entrenamiento al aire libre.

Me toqué el rostro con una mano mientras sujetaba el espejo con la otra. Mi mentón se sentía picudo, tenía una ligera barba saliente que aún no había afeitado. Tenía bastantes espinillas y puntos negros alrededor de la nariz y un pequeño barro en la frente, justo debajo de un mechón de cabello.

Hice gestos frente al pequeño espejo. Fruncí el ceño, levante una ceja, saqué la lengua, arrugué la nariz; todo para verificar que el espejo me estuviera devolviendo mi imagen. Pero lo hacía, mostraba cada ceña de un rostro que no era el mío.

Me levanté del suelo y busqué otro espejo, otra superficie que me mostrara mi verdadero reflejo, como si un pedazo de cristal pudiera deformar mi imagen. El espejo del baño, el espejo que colgaba tras la puerta, la superficie de metal del baúl, el vidrio de la ventana. Todos me regresaban la misma silueta: un chico adolescente de cabello oscuro y ojos grises.

Si antes pensaba que Lostown era extraño, ahora sin duda estaba profundamente consternado. No me parecía a Johann, yo era Johann. No sabía cómo, tampoco sabía por qué. De alguna forma había adoptado su apariencia y no tenía la más mínima idea de cómo había sucedido.

Pero sólo entonces comencé a notarlo. Lo había sentido desde que había entrado al pueblo. Esto era lo que estaba mal, y no me había percatado de ello. No sólo la apariencia, conforme repasaba lo que había hecho y lo que había sentido a lo largo del día caía en cuenta que eran pensamientos que yo no habría efectuado en la normalidad. Lo había sentido desde la mañana, cuando inconscientemente había pensado que los jóvenes de la fila tenían la misma edad que yo, incluso sabiendo que ya no era un menor de edad. Era como si alguien más se hubiera adueñado de mi cuerpo, y ahora intentara hacerlo con mi mente.

A pesar de eso, lo sabía. Yo había ido a Lostown con un propósito muy claro, no para beber y bailar en un festival y luego pretender que asisto a un colegio de niños adinerados. 




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