Había transcurrido poco más de 24 horas desde la charla que tuve con Ginebra hasta el momento en que hice la parada a un taxi en una de las tantas avenidas de la ciudad.
Estuve esperando unos 40 minutos entre choferes que pasaban de largo o rechazaban mi pedido una vez habían preguntado mi destino. La olvidada ruta de Suetwere estaba más que maldita entre los asiduos conductores de este lado de la ciudad, y todo el mundo sabía que entrar en el desgastado asfalto de aquella ruta era poco menos que implorar perderte en su extensa línea amarilla.
Pero también es bien sabido la falta de trabajo reciente y sabía que en cualquier momento un chófer desesperado cumpliría mi viaje a cambio de unos cuantos billetes.
Y así sucedió, ante los primeros rayos del amanecer un taxi se orillo en mi lado de la acera y bajo el vidrio del copiloto. Era un hombre bastante viejo, calculé unos 65 años de edad, cuyo cabello estaba completamente grisáceo y largo hasta los hombros; tenía una muy bien cuidada barba de candado, una nariz ancha, la mandíbula cuadrada y los ojos de un extraño color marrón verdusco. El sujeto se acercó por encima de la palanca de cambio y me miró con los ojos entrecerrados.
-¿A dónde?- preguntó llanamente. Su voz era áspera pero, de alguna forma, bastante tranquilizadora.
Le sonreí.- A Lostown.
El anciano frunció el ceño y retrocedió. Pensé que se estaba arrepintiendo y casi estaba ideando otra forma de decir el lugar para el próximo conductor cuando escuché el sonido de la puerta trasera abriéndose automáticamente.
-Sube- dijo sin más, relajando los hombros y moviendo la cabeza de un lado a otro.
-¿Está usted bien con eso?- pregunté ya en la puerta.
-Mira chico, mientras tengas el dinero lo único que me preocupa son las horas del camino. Aunque te advierto que el precio es doble por el trayecto de vuelta.
Asentí conforme y me introduje al coche. El señor encendió el taxímetro y comenzó a manejar. Los primeros minutos fueron asfixiantes: el ambiente era pesado y el señor estaba notablemente tenso. En un intento por apaciguar un poco aquel inquietante sentimiento bajé la ventana de la puerta en la que estaba recargado y me recargue en ella, dejando que el aire golpeara mi rostro. El anciano manejaba con sobrada maestría, zigzagueando entre los coches y tratando de hacer el viaje lo más rápido posible. Yo no le juzgué por ello, después de todo estaba conciente que ir a Lostown era un mal presagio para los conductores de avanzada edad, y cualquiera sentiría desconfianza de la persona que desea ese destino.
Sin embargo, unos veinte minutos después de que el taxi maniobrara entre los autos intentando acelerar el camino, nos topamos de frente contra un enorme bloque de tráfico. Al parecer la salida más próxima de la ciudad estaba abarrotada de gente que buscaba pasar las vacaciones fuera del bullicio de la zona urbana y habían decidido salir lo más temprano posible para aprovechar cada minuto de sus días de descanso. Suspiré hastiado luego de un par de minutos escuchando el constante pitido de los claxons y entonces cerré la ventana.
El ambiente empeoró notablemente cuando los sonidos de afuera se apaciguaron y quedamos nosotros dos confinados en aquel taxi, separados sólo por los asientos.
El anciano suspiró y me miró por el espejo retrovisor.- ¿Por qué quieres ir a ese lugar, muchacho?- preguntó.
-Tengo un par de cuentas pendientes por la zona.
-Si sabes que no hay absolutamente nada en Lostown, ¿verdad?
Desvíe la mirada por la ventana.- Ahí está el todo para mí.
Volví a mirarlo a través del espejo y pude ver en sus ojos infinita tristeza.
-¿Cuál es tu nombre, joven?
Sonreí.
A partir de ese momento el viejo y yo, cuyo nombre resultó ser Leonard, entablamos una cálida conversación. Leonard me contó de su familia, sobre cómo su esposa, una mujer de 56 años, tenía que lavar ajeno para poder completar los gastos de su casa. Aunque sólo eran ellos dos, una pareja anciana que vivía en carne propia la cruda realidad del desempleo a pesar de estar tan cerca de la jubilación.
-Mi hija suele ayudarnos monetariamente- comentó en algún momento.- Pero ella también tiene a su familia, y mi esposa y yo nos sentimos culpables por depender de ella.
Leonard resultó ser un honrado hombre trabajador, cristiano de nacimiento y muy adepto a sentir empatía de las otras personas. Era ocho años más joven de lo que calculé, tenía una casa propia en algún barrio familiar y solía hacer acciones de caridad con frecuencia.
Pasamos las primeras horas del viaje conversando sobre su familia, la situación de la pobreza actual, su trabajo y algunas extrañas anécdotas del mismo.
-Pero, ¿te digo qué?- indagó mirándome por el espejo retrovisor.- Tú eres el pasajero más extraño que he tenido.
Lo miré asombrado.- ¿En serio? ¿Por qué?
-Bueno, pediste ir a Lostown tan calmadamente y aún así no pareces ser un mal tipo.
-¿Un mal tipo?- inquirí bastante confundido.
Leonard asintió.- Si, ya sabes. Muchas personas desean ir a ese lugar para escapar de los contrabandistas a los que les deben dinero o bueno… para desaparecer del mapa.
No dije nada. Aquella respuesta sólo reafirmaba la mala reputación del lugar al que pretendía ir, aquel sitio que me debía tanto. Pero algo debía estar mal, no eran contrabandistas, de serlo yo lo sabría. Había algo en estas piezas que no estaba mirando con detenimiento, y es por ello que nada encajaba.
-Oye, tranquilo- dijo de pronto.- Lamento haber dicho eso.
-No se preocupe- respondí.
El taxi comenzó a reducir la velocidad y recorrió los carriles para orillarse a la derecha de la carretera.
-¿Qué sucede?
-Oh. La desviación para la Ruta 43 es la siguiente en el mapa- anunció.- Nos detendremos en esa gasolinera para reabastecer el tanque y estirar las piernas.
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Editado: 30.09.2019