—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? —dice otra voz. Al girar un poco la cabeza, veo que otro individuo se acerca, vestido exactamente igual que el primero, aunque este no lleva casco. Mientras se aproxima, distingo su rostro con mayor claridad a pesar de la oscuridad de la noche.
—Una humana —responde el que aún me está apuntando con su flecha, manteniendo su voz fría e impersonal.
¿Humana? ¿Qué se creen que son ellos? Esto es ridículo.
—¿Acaso no es obvio? —les respondo con sarcasmo, poniendo los ojos en blanco.
—Una humana bocazas... ¿por qué no me sorprende? —murmura el que me sigue apuntando, su tono teñido de burla, pero sin bajar la guardia ni un segundo.
—¿Cómo te llamas? —pregunta el recién llegado, con una voz un poco más amable, aunque sigue habiendo un filo en ella. Se acerca lo suficiente para que la luz de la luna ilumine su rostro, y, sinceramente, me deja sin palabras por un instante.
Tiene unos ojos azules tan profundos que hacen que el cielo parezca pálido en comparación, y su mandíbula perfectamente esculpida está adornada con una barba incipiente de unos días. Su cabello castaño claro, con reflejos dorados, cae en mechones desordenados que de alguna manera le quedan increíblemente bien.
A pesar de la situación, trago saliva. Vaya... este tipo es guapo. Pero no puedo dejar que eso me distraiga.
—¿Qué te importa? —le contesto con desdén, aún tendida en el piso, mirándolos con todo el desprecio que puedo reunir.
El maldito se ríe, pero su risa carece de humor; el sonido es frío y provoca un escalofrío que me recorre la columna, aunque no puedo dejar que noten el miedo que me carcome.
—Ese sí que es un nombre de lo más... interesante —replica, entrecerrando los ojos hacia mí, claramente irritado—. Responde —demanda, esta vez con una voz mucho más gruesa y autoritaria, como si esperara que obedeciera sin dudar. ¿Quién se cree?
Con movimientos lentos, me voy incorporando sin hacer gestos bruscos, para que el imbécil que me sigue apuntando con su arco no dispare. Finjo mirar con sorpresa algo detrás de él, y cuando sigue mi mirada, aprovecho el momento. Con mi mano izquierda, agarro su brazo y lo levanto hacia el cielo. El idiota dispara, y la flecha se clava en las ramas de un árbol sobre nuestras cabezas. Intenta buscar otra flecha en su carcaj, pero ya me he escurrido debajo de su brazo. Cuando estoy detrás de él, saco una de mis dagas y apoyo la punta sobre su carótida, haciendo que se quede petrificado al sentir el frío metal quemándole la piel.
No llego a disfrutar ni un segundo de victoria cuando siento algo frío y enorme sobre mi nuca. El otro idiota, el guapetón, me tiene a merced con una espada gigantesca, lista para partirme en dos. Mierda.
—Baja la espada o le corto el cuello de lado a lado —digo con una voz baja pero firme, intentando mantener el control de la situación.
—Hazlo —responde el guapo sin inmutarse.
—Eres un imbécil —murmura el que tengo bajo mi daga, el miedo comenzando a asomar en su voz.
El guapetón sigue hablando con calma, como si estuviéramos entre amigos:
—La situación es la siguiente: en cuanto el cuerpo sin vida de mi idiota hermano caiga, tu cabeza lo acompañará en el suelo. Así que, a como yo lo veo, tienes dos opciones: o mueren él y tú, o no muere nadie. Tú decides.
Maldita sea. Estoy atrapada entre la espada y la pared. Y aunque me duela admitirlo, no puedo ganar contra los dos. Tampoco quiero morir, por muy miserable que sea mi vida. Prefiero seguir viva y coleando, por ahora.
No respondo de inmediato, haciendo parecer que lo estoy pensando, aunque ya he tomado la decisión en el mismo segundo en que me ofreció las opciones.
—¿Cómo sé que no me vas a matar en cuanto baje la daga? —pregunto, buscando alguna garantía.
—Pues yo no te aseguro que, si me liberas, no te voy a torturar hasta que tu corazón se detenga del dolor, maldita sanguijuela —responde el imbécil bajo mi daga. Presiono un poco más la punta contra su cuello, y su cuerpo entero se tensa.
—Mira, hablo por el idiota de mi hermano y por mí: no te vamos a matar en cuanto bajes esa daga. ¿Está bien? —responde el guapo, con un tono más relajado, pero firme.
Suspiro, resignada, sabiendo que no tengo muchas más opciones. Con mucha lentitud, bajo la daga del cuello del imbécil, aunque cada fibra de mi ser quiera hundirla más.
En cuanto le quito la daga del cuello, se da vuelta lentamente, con sus ojos fríos fijos en los míos. Me quita el arma de las manos y baja la vista hacia ella, examinándola atentamente. Luego, levanta la mirada de nuevo, y me observa con una expresión confusa. Levanta la otra daga, la que había quedado tirada en el suelo cuando caí la primera vez, y se la entrega al guapetón.
—Muy bonitas... —dice, admirando mis dagas en sus manos—. ¿De dónde las sacaste?
—No es de tu incumbencia —replico, molesta por el hecho de que me las haya quitado—. Y te sugiero que me las devuelvas.
—Sí, eso no va a pasar por el momento —responde, irritado, como si no pudiera creer que tuviera el descaro de reclamárselas.
—Entonces, ¿cuándo? —digo, entrecerrando los ojos con desafío.
El guapetón me ignora y empieza a inspeccionar el área donde he armado mis trampas y mi tienda de campaña. Guarda su espada en la funda y coloca mis dagas en la parte de atrás de su espalda, como si fueran un simple botín. Mientras tanto, el idiota del casco sigue con su arco preparado, aunque al menos ya no me apunta directamente, solo me contempla con sospecha, claramente buscando cualquier excusa para dispararme. Me mira con odio... y yo le devuelvo la mirada con la misma intensidad.
—Por el momento, vendrás con nosotros —dice de repente el guapetón.
—¡¿QUÉ?! —replico al mismo tiempo que el idiota del casco.
—Hermano, no pensarás que esta sanguijuela nos puede ser útil, ¿verdad? —dice el del casco, mirándome con desprecio—. Solo mírala, es tan delgada que apenas puede mantenerse en pie. Sería carnada fácil...