Gregor Anastasio Cou - Odisea de un viajero

Soy el dictador. Soy la victoria de Roma.

Alea iacta est', (la suerte está echada)

 

 

 

Julio Cesar

 

 

 

La noche se hizo día cuando se esfumó el desierto a las praderas pantanosas de un lugar lúgubre. Todo el sitio era otro manglar pantanoso. Creí haber regresado desde la jungla que me vio comenzar. Es un juego extraño éste de andar pasando las etapas como épocas sin un punto decisivo. En medio del camino una flecha pasó por mi rostro, cuyo milagro agradezco que no me haya dado en el blanco. Corrí a escabullirme en una gran roca de la cual podía esconderme. No pude divisar bien. Era un campo abierto en todos sus aspectos. Desde una conformación se podía observar a un grupo de hombres bien armados con lanzas, escudos, espadas, cuchillas, golpeando los platos protectores y vociferando palabras que podrían ser de guerra. La figura que soy se vio en aprietos de nuevo como siempre, aunque esta vez del otro lado de la llanura de piedras y pastos de tamaño, había algunas chozas, y se oían pasos enormes que hacían retumbar la tierra desde un horizonte. Al voltearme para saber que ocurría, el extraño fulgor de los gritos se encontraba opacado por esos pasos agigantados. Por un instante discurría que posiblemente sea un gigante, mas no lo era, es una formación terrible en rectángulo con escudos gigantes y lanzas cortas. Eran varias que se armaban, luego un grupo del otro lado un grupo a caballo. Una formación con escudos al frente, al reverso y arriba. Era la famosa tortuga, o testudo; la formación de batalla más poderosa de los tiempos. Eran y son romanos lo que del otro lado esperaban para batallar. No fue complicado el saber su estilo, pues los escudos con dibujos, yelmos, coraza, jabalinas, espadas cortas (gladius), lo explicaban todo. He llegado a la era dorada de la Roma antigua, y no lo podía creer. Este planeta es la tierra, si es la tierra. Desde la antigua edad de piedra, sumeria. Todas las cuestiones de la historia eran lo que se plasmaba en los libros del futuro. Se veían tres legiones, con diez cohortes cada una. Un centurión al frente de un cohorte, y otro, y otro. Un conjunto de cuatrocientos ochenta hombres armados era aquella cuadrilla. Un grupo en forma de Arriba desde una ladera descendiendo a caballo, una figura canosa de poco cabello, nariz prolongada, y mirada férrea, sacaba su

 

 

 

 

espada de la envoltura y con palabras en el idioma del latín pronunciaba: "Bene novit Caesarem eo periculosius esse"

 

- El peligro sabe bien que el César es más peligroso que él. Así de redundante es el dictador.

 

Al oír esas palabras del latín, supe que estaba ante el poderoso dictador que ha conquistado los que otros grandes, cual Alejandro Magno, o el Genghis Khan. Su lustre era un resplandor fugaz y altanero de quien ha conquistado la mayor parte de la roma republicana. Y al descender de su colina, daba a entender la firmeza y confianza que debían tener sus legiones. De un lado una mínima tribu de últimos estandartes de guerreros, posiblemente de los belgas, los más bravos, y por el otro las legiones de César. En medio de la batalla entre grandes rocas, un astronauta que no sabía fugarse de la venidera contienda. Oigo que se acercan los bravos Barbaros, y sin dudarlos tomé mi machete preparado para lo que pudiera ser, que será. Me acurruqué debajo lo más que pude, y la horda se avecinaba a toda velocidad, lanzando sus jabalinas, la primera cuadrilla de cohortes se acercaba, multitud de grandes hombres corriendo como fieras salvajes hacia ellos, los veía pasando de lugar a otro hasta que uno de ellos se lanzó como proyectil hacia la temible tortuga, no logró nada más que recibir un estacazo de un hastati que lo atravesó sin misericordia, pronto otras cuadrillas se formaron en triángulos, y pronto ante un rodeo como un circulo. Uno de ellos avisto mi escondite, y se direccionó hacia mí con toda la furia, me incorporé de inmediato, y el bárbaro lanzó su espada a mi cabeza, la cual pude esquivar y cortar su cuello con mi machete, otro se avecinaba y otro, recogí el escudo del caído; soporté un golpe de martillo, atravesando al guerrero, para luego utilizar a esté como pared, y acabar con el tercero. En medio del ataque otros dos se acercaron y me aventajé a ellos como si no importara el suceso. Solo quería salir de allí, y arremetí contra uno que se alejaba despavorido. Detrás de mí las tropas romanas se iban acercando, y una otra tropilla de belgas, o galos, se aproximó hacia el perímetro a caballo cruzándome sin piedad, y del impacto tropecé en el suelo, cayendo al lado de uno de ellos intentando defenderme con una jabalina mantenía en vilo, era una clara manera e morir, cuando un jinete se entrometió, y le dio muerte de inmediato. Luego la caballería romana se acercó destrozando toda la locura de los celtas que iban y venían como perros salvajes, hasta la retirada. El romano que salvo mi vida se acercó, y me

 

 

 

 

observó sin entender que era lo que veía, me quite de inmediato el casco, y notaron que era como ellos. Para suerte mi traductor estaba encendido.

 

- Ya no volverán a pasar esos grupos reducidos.

 

- ¿Quién, o que eres? - interroga con cierta inseguridad en su mirada férrea. -

 

- Soy un viajante.

 

- ¿Eres romano?

 

- ¡Soy un viajero! Ya le he dicho. - Respondo de muy mala actitud. -

 

- Eres de las afueras entonces. - comunica con desagrado. -

 

- ¡Quintus! ¡Déjalo! Ha luchado valientemente sea quien sea. Nunca había visto ese estilo solitario de batallar.

 

- Mi señor César, perdón mi atrevimiento.

 

 

Con la mirada Quintus se retiró.

 

 

- Puedes incorporarte viajero. Eres buen guerrero. Y son extraños tus ropas de combate.




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