En un pequeño pueblo rodeado de montañas, vivían dos hermanos: Jair, el mayor, valiente y protector, y Jazmín, curiosa y con un don especial: podía escuchar los susurros de la naturaleza. Su madre solía decirles que nunca se adentraran demasiado en el Bosque de los Ecos Dormidos, pues antiguas leyendas hablaban de voces que atrapaban a los viajeros en sueños eternos.
Pero una mañana, Jazmín oyó un canto extraño entre los árboles. Era suave, como un susurro, pero no como los habituales. Decía su nombre. Y el de Jair.
—Lo escuché anoche también —confesó Jazmín—. Nos llama.
Jair, desconfiado, quiso protegerla. Pero sabía que cuando Jazmín escuchaba algo así, nunca se equivocaba.
Ambos se internaron en el bosque al amanecer. A cada paso, los árboles se hacían más altos, el aire más espeso. Pájaros sin ojos los seguían en silencio, y las raíces se movían como si respiraran. Entonces, llegaron a un claro donde una figura los esperaba: una anciana envuelta en musgo, con ojos de cristal y una voz que no parecía humana.
—Al fin llegaron. Solo ustedes pueden despertar al Guardián.
Les explicó que el bosque estaba muriendo. Un antiguo espíritu, el Guardián del eco, dormía desde hacía siglos, y solo quienes compartían un lazo de sangre y de luz podían despertarlo.
—Pero para hacerlo —dijo la anciana— uno debe dar su voz, y el otro su sombra.
Jair se ofreció a dar su sombra sin entender del todo. Jazmín entregó su voz.
Entonces, el bosque tembló. Del suelo brotó una figura gigante, formada de raíces, viento y estrellas apagadas. El Guardián había despertado, y con él, el bosque recobró su magia. Las hojas brillaron como cristales, y los ríos cantaron en lenguas olvidadas.
Jair perdió su sombra, y desde ese día, la luz lo seguía siempre, sin importar la oscuridad. Jazmín ya no pudo hablar, pero su voz vivía en los árboles, que cantaban cuando ella pasaba.
Volvieron a casa distintos, pero unidos más que nunca. Y el Bosque de los Ecos Dormidos volvió a latir, gracias a ellos.