Todo se detuvo ese 8 de octubre. Toda mi vida quedó detenida en el tiempo. Mi padre, mi madre… los dos se fueron en ese avión, en ese maldito avión que nunca jamás apareció. La pregunta es ¿por qué? ¿Por qué yo no me fui con ellos? ¿Por qué yo sigo aquí muerta en vida, recordando a cada momento ese maldito accidente que se llevó todo lo que de verdad quería?
Mi casa se convirtió en mi mundo frío y solitario. Ya no limpiaba, todo era un desastre: la pintura blanca de las paredes ya no se notaba, la humedad manchaba cada esquina y recoveco, el olor a cigarrillo estaba impregnado en cada objeto de mi casa, el patio se había convertido en una selva…
Mi padre tenía una biblioteca gigantesca. Él siempre me leía de niña. Gracias a él ahora me encanta leer; amo la literatura, de cualquier tipo. Me la paso leyendo lo primero que encuentro. Los cuadros de mi madre quedaron en el sótano pues no podía verlos –me recordaban mucho a ella– a excepción de uno en el que se veía una cueva oscura al pie de una montaña. Yo le temía a la oscuridad y ella siempre me decía que ese era mi camino, que yo lo debería recorrer para llegar a mis sueños y que, a pesar de lo oscuro que pueda ser, siempre podría encontrar la luz en él.
Lo único que hacía era dormir, fumar, llorar, fumar, mirar fotos viejas, fumar. Se había
convertido en más que un vicio. No soportaba estar mucho tiempo en un mismo cuarto, por eso vivía cambiándome de uno a otro. Ya casi no salía, y si lo hacía era para ir al cementerio o a comprar lo que me hiciera falta; siempre compraba cosas de más para evitar salir nuevamente, en especial cigarrillos, eso sí que nunca me faltaba. Me alejé de todo y de todos, encerrada en mi mundo solitario, recordando viejos momentos, lamentando palabras dichas y no dichas y, a su vez, intentando pasar los días sin recordar. No lo quería admitir, pero lo mío era depresión, una triste, constante y eterna depresión.
Una tarde de lluvia, mientras tomaba un té, fumaba y leía, mi mundo triste y solitario comenzó a cambiar. De repente sentí que tocaban a mi puerta. Me resultó muy extraño ya que hacía un tiempo que eso no pasaba. Me asomé por la ventana y pude ver a un hombre muy bien vestido, de traje y corbata negra con una camisa celeste –él me resultaba familiar– y sin abrir la puerta pregunté:
– ¿Quién es?
–Buenas tardes señorita Ricci. Vengo de parte de Harold West, amigo de su padre –contestó con una voz profunda y confiada.
– ¿Qué necesita? –contesté muy sorprendida.
–Vengo a entregarle un paquete que su padre le pidió al mío que le diera a usted.
Después de escuchar esto, quité las trabas de la puerta y vi cómo él, de su maletín también negro, sacaba un paquete de papel color marrón en el que decía “Para Emily Ricci” y una firma que a la legua me daría cuenta que era la de mi padre. Lo acercó hacia mí y yo lo agarré muy confiada, desconociendo que tenía un peso bastante peculiar, y lo dejé sobre la mesa de entrada. Lo volví a mirar a él y le pregunté:
– ¿Nos conocemos?
–Claro que sí, pero ha pasado tanto tiempo. Soy Ian.
–Ian, estás muy cambiado –le contesté
–Ambos estamos cambiados, ya no somos niños –me dijo con una voz desganada.
– ¿Tu padre?
–Mi padre falleció, o eso creo…
– ¿Eso creo?
–Sí, estuvo luchando contra el cáncer muchos años, hasta que ya no se pudo hacer más nada y quedó internado, a la espera de la muerte, pero…
–Si no querés hablar de eso no tenés que hacerlo.
–No, está bien. Desapareció de la clínica hace dos meses. No sabemos qué fue de él.
–Cuánto lo siento Ian –contesté y, a pesar del tiempo que hacía que no nos veíamos, me animé a darle un abrazo.
–Pasá ¿Querés tomar un té?
–Me encantaría, gracias.
Mientras bebíamos el té, abrí el paquete como si fuera un regalo de cumpleaños. Al quitar el envoltorio y ver lo que contenía, un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Era una caja de un cristal de color verde oscuro que en la tapa decía “Ito asar xe xava”.
– ¿Quién entendería esto? Parece latín ¿No? –dije yo.
–Me recuerda a las cartas de mi padre escritas en algún idioma antiguo, imposibles descifrar. Asique ni siquiera lo intentes –dijo él mientras veía la caja.
Al intentar abrirla, vi una especie de seguro en el cual debía formar una palabra girando seis ruedas que tenían letras. Probé con un millón de palabras y ninguna era. Ya resignada, dejé la caja sobre el sillón, agarré el envoltorio y lo rompí en cuatro partes para tirarlo. Una vez que lo partí, pude ver que en los pedazos de la parte interior había algo escrito. Rápidamente lo volví a armar como un rompecabezas sobre la mesa. Allí pude leer una carta a puño y letra de mi padre; esta decía:
Querida Emily:
Si estás leyendo esto significa que ya no estoy a tu lado. Dentro de esta caja encontrarás un objeto dividido por los guardianes, cada guardián tiene uno. Serás tú la que comience esta búsqueda. Ve a mi oficina, ahí encontrarás algunas cosas que te servirán. Una de ellas le pertenece a Ian West, por favor entrégasela. Respecto a la caja, sé que tú sabrás abrirla, niña mía. De seguro ya te has preguntado qué idioma es el de la frase, pero únicamente con el amuleto puesto lo entenderás. Mientras no lo sepas, no intentes buscarlo en ningún otro lado. Perdón por no decirte esto en vida, pero no estaba permitido. Estoy seguro que sabrás cómo hacerlo.
Te ama infinitamente, tu padre.
Marck Ricci 0212
Contuve mis lágrimas lo más que pude, pero fue imposible, –aún lo extrañaba como el primer día– y estas comenzaron a rodar por mi mejilla. Disimulé, rápidamente me paré, prendí un cigarrillo y le dije Ian:
–Vamos a la oficina.
Para llegar allí, había que ingresar por el pasillo que estaba en el living y doblar a la izquierda en la primera puerta, justo debajo de la escalera. Mi padre jamás me había permitido entrar, por lo que yo nunca conocí ese lugar. Siempre lo imaginé pequeño y lleno de papeles de su trabajo por todos lados. Cuando él falleció, no quise desobedecer su petición, asique clausuré esa parte de la casa colocando un gran mueble que tapara la puerta. Para mí no existía.
Entre los dos corrimos el mueble y vimos la pequeña puerta. Al entrar, pude ver un escritorio, una gran alfombra que cubría la mayor parte del piso, una puerta que daba a un baño y otra que estaba cerrada con ladrillos. El resto de las paredes estaban cubiertas por una gran biblioteca en la que no sobraba espacio para un libro más.
Comencé a revisar su escritorio, pero solo encontré papeles de trabajo. Abrí el cajón izquierdo, y más papelerío. El derecho, por su parte, estaba vacío, cosa extraña porque se sentía como si algo se golpeara al moverlo. Metí mi mano hasta el fondo del cajón y toqué una manija, como si dentro del cajón hubiese otro cajón. Tiré de esta y pude sacar una cajita y, al abrirla, vi un collar. Este era del mismo material de la caja que mi padre me había dejado; tenía forma de rectángulo, un orifico en cada lado y una punta triangular. Además de esto, también dentro de la caja, había una esquina de lo que parecía ser la página “68” de un libro; y se podía leer, por debajo del número, la mitad del nombre del libro: Eros del sol.
–Tenemos que buscar este libro –dije yo.
Buscamos en vano por media hora hasta que, en lo alto de una de las estanterías, Ian vio un libro de color rojo cuyo lomo tenía una gran letra “S”. Por debajo de este, sobre la madera del estante, había un orificio en donde encajaba a la perfección el amuleto que había encontrado en el cajón del escritorio.
–Este es el libro, pero el resto de la página del pedazo que encontramos no está. De la “67”, pasa directamente a la “69”.
Mientras él seguía con el libro, yo me subí a una silla y desde allí metí el amuleto en ese orificio.
–Según dice la contratapa, se trata de cinco personas destinadas a cuidar algo, algo que debería mantenerse oculto.
–Sí, sí, muy lindo todo Ian –contesté yo fingiendo algo de interés a lo que decía.
– ¿Qué hacés?
–Estoy viendo qué es este orificio. Entra a la perfección esto, pero nada pasa.
– ¿Probaste girarlo?
–Sí, ya probé para todos lados.
–Mmm… quizás sea…
– ¿Quizás sea qué cosa Ian?
–Que lo estás haciendo mal –dijo él.
–Ah, sí, chico listo. Intentalo vos.
Me bajé. Él me dio el libro y subió a la silla. Comencé a mirar el libro y noté que, en la tapa, había un dibujo de un sol y cuatro flechas alrededor de este: la primera daba una vuelta entera hacia la derecha, la segunda daba tres cuartos de vuelta hacia la izquierda, la tercera media hacia la derecha y la cuarta, y última, una vuelta entera en sentido izquierdo.
–Ian, bajá. Ya descubrí cómo hacerlo.
–Eso está por verse.
Me subí y repetí tal cual los movimientos del libro.
–Mmmm… parece que no pasa nada –dijo Ian burlándose.
Parecía que no iba a pasar nada cuando de repente, sin querer, empujé el amuleto hacia adentro y este comenzó a brillar.
–Girá ahora –dijo Ian.
– ¡Shh!
Lo giré de nuevo, tal cual lo había hecho antes, y el fondo de la estantería empezó a brillar. Era una luz celeste muy brillante. Comencé a quitar los libros de inmediato.
– ¡Agarrá Ian, dale! –le decía mientras tiraba esa parva de libros sobre él.
–Tengo dos manos Emily ¡Dos!
Sacamos todos los libros de esa fila y vimos que lo que brillaba eran unas letras que formaban una frase: “Bas hedavegu hed piar”. Ian la trascribió en un papel y yo saqué el amuleto, e inmediatamente la luz se esfumó, dejando a la vista una madera como cualquier otra. Luego, Ian me comenzó a pasar los libros para acomodarlos nuevamente, pero antes de eso yo me colgué el amuleto del cuello por no dejarlo por cualquier lado. Terminamos. Me bajé y me senté en la misma silla sobre la que estaba parada. Ian solo miraba fijo el papel en donde estaba escrita la frase en ese idioma raro.
–A ver, prestame –dije yo.
–Tomá, esto es imposible.
Tomé el papel, leí y entendí claramente el significado de la frase, como si fuese ese mi idioma natal pero, sin embargo, era algo que jamás había visto.
–Dice “Ver debajo de tus pies” –le dije a Ian.
–Ah dale, dejá de jugar.
–Ian, no estoy jugando, es eso lo que dice.
– ¿Cómo podés no entender y, minutos después, comprenderlo tan claramente? Quizás sea… –dijo mientras pensaba.
– ¿Qué?
–Que tenés esa cosa colgando de tu cuello.
Me lo saqué y volvió a ser la frase sin sentido, solo que ahora ya conocía su traducción.
A Ian se le ocurrió que se podría tratar del sótano. Nos dirigimos hacia la escalera y bajamos al sótano, hacía meses que no entraba allí. La puerta del sótano siempre fue difícil de abrir porque no era de la medida del marco y tocaba contra el piso. Una vez dentro, revisamos todo y lo único que encontramos fueron adornos antiguos de mi madre, la colección de cañas de pescar y trofeos de pesca que alguna vez ganó mi padre siendo joven, y polvo, mucho polvo.
Fuimos de nuevo al despacho; fue ahí cuando me di cuenta que se podía tratar de la alfombra. Con ayuda de Ian, corrí el escritorio y quité la alfombra. Pude ver que, en el piso de madera, había una puerta cuadrada. Al levantarla, nos encontramos con una caja fuerte de color gris que necesitaba de una combinación para abrirse. Recordé de inmediato los números que mi padre había dejado escritos en la carta al lado de su nombre: “0212”. Giré los engranes de la caja fuerte hasta que formé el número y la pude abrir. Lo primero que saqué (y costó mucho porque era muy pesado) fue un sobre de papel color marrón que decía “Para Ian West” y, debajo, una firma.
– ¡La firma de mi padre! –dijo él sorprendido.
Ian lo abrió y pudimos ver una caja parecida a la mía, pero esta era de oro y decía en la parte superior: “Arwasexhede ruxu evsa” (en español, “Esmeralda solo abre”) y, en vez de abrirse con una clave, se abría con una llave. Además del paquete, también saqué un amuleto parecido al que estaba en el cajón, solo que este era más pequeño, no tenía los orificios a los lados y era de oro. Y, por último, saqué un papel; se notaba que era viejo. Al desdoblarlo pudimos leer esto:
Los cincos guardianes deberán buscarse, una vez sabida de su existencia. No podrán hablar con nadie sobre el conocimiento que adquirirán.
El guardián oro es dominante de la tierra.
El guardián rubí es dominante del fuego.
El guardián diamante es dominante del aire.
El guardián plata es dominante del agua.
El guardián esmeralda es dominante de los cuatro elementos.
Cada uno posee un amuleto que le permite usar sus dones. El guardián esmeralda puede hacer más.
Una vez juntos, los guardianes deberán ir por su misión.
– ¿Eso significa que somos guardianes? –dijo Ian
–Sí, pero la pregunta es ¿de qué? y ¿quiénes son los otros tres? –contesté mientras pensaba.
Hablamos un rato de todo esto. Ya se había hecho tarde y Ian tenía que irse.
–Este es el teléfono de mi casa, llamá por cualquier cosa –me dijo antes de irse.
–Gracias Ian, nos vemos.
Luego de eso, me recosté en mi cama y me quedé profundamente dormida.
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Editado: 03.02.2019