El cielo sobre la ciudad de Mhuel se oscureció de manera antinatural. Eran las siete de la tarde y la tormenta estalló sin previo aviso: relámpagos que no caían amarillos ni azules, sino en un resplandor imposible. Unos eran de un blanco radiante, casi puro, otros de un negro espeso que desgarraba las nubes como si fuesen heridas en el cielo.
En la facultad central, los estudiantes corrían a refugiarse. Los pasillos vibraban con el eco de los truenos. Tres chicos, que habían quedado rezagados, se encontraron bajo el mismo techo de la entrada principal.
Manuel era el responsable, el que siempre terminaba con más peso sobre los hombros del que le correspondía. Estudiaba derecho, pero más por la insistencia de su familia que por pasión propia. En realidad, lo que lo movía era un instinto casi natural de proteger a quienes lo rodeaban. En el campus, muchos lo buscaban para pedir ayuda con exámenes o problemas; no porque fuera el más brillante, sino porque nunca decía que no.
Aquel día había pasado la tarde en la biblioteca, intentando ordenar sus apuntes mientras lidiaba con una llamada de su madre que le recordaba la expectativa de ser “el orgullo de la familia”. Al cortar, suspiró, preguntándose si realmente quería ese destino.
Lo que Manuel no sabía era que esa necesidad de cuidar a otros pronto dejaría de ser solo un rasgo personal: se volvería su misión.
Miguel era distinto. Estudiaba música en la facultad, con una guitarra siempre colgada al hombro y una sonrisa tan contagiosa como ingenua. Era pacifista por naturaleza, el amigo que calmaba las peleas y el que prefería hablar antes que golpear. De niño había sufrido bullying por ser demasiado sensible, y todavía cargaba con la marca de esas burlas, aunque las disimulaba detrás de bromas y gestos cariñosos.
Esa tarde, mientras la tormenta comenzaba a formarse, estaba sentado en el césped húmedo de la facultad, tocando acordes sencillos mientras tarareaba. Algunos compañeros lo rodeaban, escuchándolo en silencio. Para él, la música era su escudo, su manera de protegerse y de darle al mundo un poco de paz.
Miguel creía que, en el fondo, todo podía arreglarse con amor. Aún no sabía que pronto tendría que usar esa misma fuerza para enfrentarse a criaturas que no entendían nada de amor.
Merlín era el opuesto de ambos. Inteligente hasta el fastidio, malhumorado y sarcástico, estudiaba ingeniería informática. Se la pasaba en los talleres del sótano, rodeado de cables, herramientas y pantallas. Sus compañeros lo consideraban un genio, pero insoportable: respondía con ironías y no tenía paciencia para lo que consideraba “idioteces”.
Aquella tarde, estaba saliendo de una clase práctica. Llevaba los auriculares puestos, los ojos cansados y la mente ocupada en cómo mejorar un proyecto que nadie más entendía. Su mundo era lógico, medible, lleno de fórmulas. No creía en destinos ni en “energías místicas”.
Eso lo convertiría, irónicamente, en el más incrédulo cuando la luz lo eligiera.
—Esto no es normal… —dijo Manuel, el más alto de los tres, mirando el cielo con el ceño fruncido. Siempre tenía esa actitud de mando, como si tratara de mantener el control incluso cuando el caos lo superaba.
—¡Normal no es! ¡Es hermoso! —rió Miguel, con esa calidez ingenua que lo caracterizaba. Sus ojos brillaban con fascinación.
Merlín, encogido bajo su campera, lanzó un bufido. —Hermoso va a ser cuando uno de esos rayos nos fría como a pollos.
Y entonces ocurrió.
Un relámpago blanco descendió sobre ellos, no como un rayo que destruye, sino como una ola de energía que los envolvió por completo. La luz atravesó sus cuerpos y los levantó del suelo. Sintieron que el tiempo se congelaba; sus corazones ardieron, pero no con dolor, sino con fuerza. Una voz, lejana, vibró en sus mentes:
"Guardianes… elijan luchar."
Cuando la luz se disipó, los tres cayeron de rodillas. Sus ropas ya no eran las mismas. Cada uno vestía un traje brillante, ajustado y resplandeciente.
Manuel miró sus brazos: placas rojas recorrían su traje como líneas de fuego. En su mano derecha apareció una espada luminosa, tan ligera como peligrosa.
Miguel observó con asombro un martillo de energía azul, que latía como un corazón.
Merlín, incrédulo, sostuvo un bastón verde que chisporroteaba con rayos que se curvaban en el aire.
—¿Qué… qué demonios es esto? —preguntó Merlín, retrocediendo un paso.
Antes de que alguien pudiera reaccionar, un estruendo sacudió los cimientos de la facultad. El aire tembló como si una ola invisible hubiese atravesado los pasillos. Del hall central, justo donde colgaba el gran reloj antiguo, brotó un rayo negro que lo atravesó con violencia.
El metal chirrió como un grito, y la madera centenaria comenzó a doblarse y desgarrarse. Las manecillas del reloj se estiraron como brazos retorcidos, goteando chispas negras. Las campanadas que siempre habían marcado la hora se transformaron en rugidos metálicos que helaban la sangre.
Las dos esferas del reloj, ahora deformadas y brillando en un resplandor enfermizo, se abrieron como si fueran ojos giratorios, fijos en los tres muchachos.
—¡E-el reloj…! —balbuceó Miguel, con los ojos abiertos de par en par.
El monstruo avanzó con pasos pesados, cada golpe de sus patas mecánicas aplastando bancos y mesas que se hacían astillas bajo su peso. Sus engranajes giraban con violencia, expulsando humo negro por las grietas de su cuerpo. Cuando habló, su voz era un eco distorsionado que retumbaba como cien campanadas al unísono: