Gz: Equipo Z

Capítulo 2- Un equipo en conflicto

Los días posteriores a la tormenta fueron un torbellino de emociones y silencios incómodos. Aún no sabían si sentirse bendecidos o malditos. Manuel, Miguel y Merlín revivían una y otra vez aquella noche imposible: el cielo desgarrado por relámpagos blancos y negros, la luz que los envolvió como un abrazo abrasador y la transformación de sus cuerpos en algo distinto, poderoso, ajeno. Un fuego que no quemaba, pero que los marcaba hasta los huesos. Y la voz. Esa voz grave y serena que había resonado dentro de sus cabezas como un eco eterno:

“Ustedes son los guardianes de Mhuel.”

No había sido un sueño. Lo comprobaban cada vez que bastaba un gesto, una palabra, para invocar los trajes que aún no comprendían. Brillaban como armaduras vivas, acompañados de armas que no pertenecían a ningún catálogo humano. Y sin embargo, más allá del fulgor y de las promesas, la vida cotidiana seguía su curso. Las aulas de la facultad no dejaban de sonar con risas, exámenes, quejas de profesores y partidos en el gimnasio. Nadie, salvo ellos, parecía sospechar que el mundo había cambiado.

La realidad, sin embargo, era mucho menos gloriosa que en los relatos heroicos.

Manuel había tomado el mando de forma natural, casi automática. Siempre lo había hecho. Era el responsable en los trabajos prácticos, el que cargaba con las mochilas de los demás en las excursiones, el que corregía cuando alguien improvisaba de más. Ahora, con poderes en sus manos, ese instinto se volvió obsesión. Pasaba las noches en vela, garabateando hojas cuadriculadas con planes de patrulla, rutas posibles de ataque, puntos estratégicos de la ciudad y hasta turnos de guardia como si fueran un batallón real.

—Si vamos a proteger la ciudad, tenemos que funcionar como un escuadrón —insistía, con la mandíbula apretada y un brillo severo en los ojos—. Yo daré las órdenes, y ustedes siguen. Es la única manera. Sin disciplina no hay victoria.

Miguel lo escuchaba en silencio, con la paciencia de quien quiere evitar una guerra dentro de la guerra. Era de corazón sereno, con esa dulzura que a veces lo hacía parecer ingenuo. Pero no lo era. Él también había visto la oscuridad en esos monstruos que los atacaron, y también sentía el peso de la responsabilidad. Sin embargo, su respuesta siempre era la misma, suave pero firme:

—No somos soldados, Manuel. —Suspiraba, cansado de repetirlo—. No quiero hacerle daño a nadie. Si antes eran personas o cosas… debe haber una manera de salvarlos. No podemos convertirnos en lo mismo que combatimos.

Y entonces, como siempre, la voz de Merlín rompía la tensión. Con una carcajada breve, un gesto irónico o un comentario que parecía un golpe disfrazado de broma.

Esa tarde estaba apoyado contra la pared de un aula vacía, donde habían hecho su cuartel improvisado. Sus brazos cruzados, la mirada llena de fastidio y su eterna actitud de quien no se toma nada en serio.

—Claro, claro. —Su tono rezumaba sarcasmo—. El héroe noble y el pacifista de corazón. ¿Y yo qué? ¿El bufón que dispara rayitos verdes cuando se les ocurre?

Manuel lo fulminó con la mirada, pero Merlín no se inmutó.

—Esto no es un videojuego, pero tampoco es un cuartel militar —continuó, con una media sonrisa torcida—. Tal vez no haya un manual para ser guardianes. Tal vez se trate de otra cosa… y ni siquiera sabemos qué.

Un silencio espeso cayó entre los tres. Afuera, en la ciudad, el murmullo del tráfico y las sirenas de fondo eran recordatorios de que su tiempo de aprendizaje estaba acabando. Pronto, lo quisieran o no, tendrían que probarse en el campo real. Y el primer monstruo ya estaba esperando.

El aire se cargó de tensión como un hilo a punto de romperse. Apenas llevaban una semana con los poderes y ya parecía que cada uno caminaba en direcciones opuestas, como tres corrientes de un río que no se encontraban. Manuel insistía en la estrategia, Miguel buscaba la paz y Merlín se burlaba de ambos, cuestionando la noción misma de lo que significaba ser un “guardián”.

Fue entonces cuando un rugido metálico rasgó el silencio de la ciudad. Afuera, en la plaza central de Mhuel, los tachos de basura comenzaron a temblar y retorcerse, golpeados por un destello de luz negra que parecía devorar el suelo bajo ellos. En segundos, se fusionaron en una criatura inmensa, un amasijo de hojalata oxidada con brazos de hierro articulados como grúas y un aliento nauseabundo que despedía residuos en llamas. Cada inhalación del monstruo levantaba humo tóxico y olor a descomposición.

—Perfecto… —dijo Merlín con ironía, cruzándose de brazos—. Un monstruo hecho de basura. Literal.

Los tres corrieron hacia la plaza. Con un gesto simultáneo, invocaron sus trajes y armas. Un resplandor rojo, azul y verde iluminó las calles desiertas, reflejando su determinación y miedo en los vidrios rotos de los edificios.

Manuel, espada en mano, asumió el mando:

—Yo lo distraigo, Miguel, tú ve por el costado, ¡y Merlín cúbrenos con una barrera!

Pero la coordinación era más difícil de lo que pensaban. Miguel se detuvo, congelado frente a la monstruosa amalgama de chatarra. Sus manos temblaban y su voz se quebró mientras trataba de razonar con la criatura.

—¡No tienes que hacer daño! ¡Sé que hay algo bueno en ti todavía! —gritó, pero antes de poder esquivar, un brazo de hierro lo arrojó contra un banco de la plaza, que estalló en pedazos bajo su impacto.




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