El cielo de Mhuel seguía cargado de nubarrones densos y oscuros, como si la ciudad estuviera bajo una amenaza invisible, aún después de que la tormenta de rayos blancos y negros hubiera pasado. La brisa era fría y cargada de humedad, y el aire olía a ozono y polvo, un recordatorio de que el peligro nunca dormía.
Esa tarde, los tres guardianes sintieron un escalofrío que les recorrió la espalda: algo estaba a punto de suceder. Una sensación de alerta recorrió sus cuerpos mientras se dirigían hacia la plaza del museo central, el corazón latiendo con fuerza, los sentidos afinados por el instinto que sus nuevos poderes les habían despertado.
Lo que parecía un día común cambió en segundos. La estatua de mármol que se erguía frente al museo, una figura elegante y serena que representaba a un héroe histórico, comenzó a temblar y crujir. Sus proporciones se deformaban de manera grotesca, los músculos esculpidos se alargaban y retorcían, los dedos de piedra se curvaban como cuchillas afiladas. Cada grieta que surgía producía un sonido seco, como huesos rompiéndose bajo presión, y un frío metálico recorrió el aire a su alrededor.
Los ojos de la figura, antes vacíos e inertes, ardieron en un rojo intenso que parecía mirar directamente al alma de los guardianes. La estatua levantó sus extremidades recién formadas, listas para atacar, y un rugido sordo, hecho de piedra y eco, reverberó por la plaza.
—¡Una estatua… viva! —exclamó Manuel, la voz quebrada por la sorpresa y el miedo. La luz roja de su traje brilló con fuerza, iluminando el pavimento agrietado bajo sus pies, y un escalofrío le recorrió la espalda como si supiera que esa batalla sería diferente de cualquier otra.
Miguel y Merlín intercambiaron miradas rápidas, conscientes de que esta criatura no sería vencida solo con fuerza bruta. La estatua avanzaba lentamente, cada paso levantando polvo y fragmentos de mármol, creando un ambiente casi irreal, cargado de tensión. Cada respiración de los tres se mezclaba con el crujido de la piedra y el eco del rugido, recordándoles que la ciudad dependía de ellos, y que esta prueba pondría a prueba no solo sus poderes, sino también su ingenio y corazón.
Miguel permaneció quieto por un instante, observando con calma mientras la estatua monstruosa avanzaba. A su alrededor, la gente gritaba y corría, tropezando con escombros y bancos derribados por la criatura, el pánico mezclándose con el olor a polvo y piedra quebrada. Cada paso de la estatua hacía vibrar el pavimento, como si la ciudad misma sintiera miedo.
Pero Miguel no sentía miedo; sentía algo más profundo. Su poder no provenía de la fuerza bruta ni de la agresión. Era algo diferente, algo que siempre había llevado dentro, aunque apenas comenzaba a comprenderlo. La amistad, la confianza y el amor que sentía por sus amigos y por los inocentes latían en su pecho como un motor silencioso, una energía cálida y constante que parecía irradiar desde su corazón hacia el martillo que sostenía.
—No solo es fuerza… —susurró, casi para sí mismo, mientras el martillo comenzaba a brillar con un tono azul cálido y reconfortante—. Podemos protegerlos sin destruirlos.
Merlín bufó, incrédulo, disparando ráfagas verdes hacia la estatua para mantenerla a distancia.
—¡Buena suerte convenciendo a ese bloque de piedra! —dijo, con su habitual sarcasmo.
Manuel frunció el ceño, sintiendo la presión del tiempo.
—¡No tenemos tiempo de filosofar! —gritó—. ¡Hay gente atrapada allá!
El monstruo avanzó con un crujido ominoso, aplastando bancos y estatuas menores con sus brazos de mármol. Su rugido, un eco sordo y cavernoso, vibraba en los pechos de los tres guardianes y hacía temblar los vidrios de los edificios cercanos. Manuel se lanzó con la espada en alto, cortando brazos de piedra que surgían en todas direcciones, mientras Merlín disparaba ráfagas de energía, manteniendo a la criatura aturdida. Cada golpe desgarraba la piedra, pero la estatua se regeneraba lentamente, como si alimentara su furia de cada fragmento arrancado.
Entonces Miguel dio un paso adelante, separándose del caos de golpes y destellos. Se plantó frente a la criatura, con el martillo levantado y los ojos cerrados. Inspiró profundo, sintiendo cada latido de su corazón, cada chispa de bondad y preocupación. No gritó, no cargó con rabia. En cambio, permitió que su corazón guiara el golpe, canalizando todo lo que sentía por sus amigos y los civiles aterrorizados que corrían detrás de él.
El martillo descendió lentamente, pero en lugar de romper la piedra, liberó una onda de luz azul cálida que envolvió al monstruo como una marea luminosa. La luz se filtró por cada grieta, por cada fisura de mármol, como si buscara un corazón escondido dentro de la estatua. La criatura tembló, retrocedió, y por un momento, su mirada roja reflejó confusión, un atisbo de humanidad que no debería existir en la piedra.
—¡Miguel…! —gritó Manuel, con la espada aún brillante—. ¡Funciona!
El monstruo rugió de frustración, intentando embestir y aplastar, pero cada movimiento era amortiguado por la energía cálida que emanaba del martillo. Miguel concentró todo su poder en un golpe final, cargado de amistad, confianza y determinación, y liberó la luz acumulada con un destello cegador. La estatua comenzó a resquebrajarse y desmoronarse, transformándose en polvo de mármol brillante que se elevó suavemente en el aire, sin dañar a ningún civil cercano.