El cielo de Mhuel estaba cargado de una tensión eléctrica, los nubarrones se agitaban como si la propia ciudad contuviera el aliento, y cada ráfaga de viento traía consigo un olor a metal y ozono. Tras la experiencia con la estatua, los tres guardianes habían aprendido algo fundamental: la fuerza individual no bastaba. La coordinación y la confianza eran esenciales. Pero hoy, el desafío que los esperaba pondría a prueba sus habilidades al límite.
De repente, un rugido ensordecedor resonó entre los edificios del barrio escolar. Los transeúntes gritaron, tropezando y corriendo en todas direcciones, mientras un espectáculo aterrador se desarrollaba ante sus ojos. Un autobús escolar, que minutos antes había sido un vehículo inocuo, comenzó a retorcerse como si tuviera vida propia, la pintura arrancándose en tiras y las ventanas deformándose hasta adoptar formas punzantes. Los neumáticos se alargaron como tentáculos y chirriaban con un sonido metálico agudo, mientras de su interior surgía un rugido que mezclaba motores rugientes y vidrio astillado, creando un eco que hacía vibrar las calles.
—¡No puede ser! —exclamó Merlín, con los ojos desorbitados por la incredulidad—. ¡Un autobús… vivo!
Manuel alzó la espada, sintiendo cómo su luz roja palpitaba en sincronía con su corazón. Cada combate previo había sido un aprendizaje; ahora tocaba llevar sus habilidades al límite. Con un movimiento rápido y preciso, canalizó toda su energía roja y activó “Corte Solar”, un tajo concentrado que brillaba como un sol incandescente. La hoja cortó el aire dejando un rastro de luz cegadora, que atravesó metal y vidrio, forzando al monstruo a retroceder parcialmente y chocar contra un poste de luz.
—¡Yo voy detrás de él! —gritó Miguel, elevando su martillo que comenzó a brillar con un azul intenso, casi líquido—. Hora de “Martillo del Corazón”. Cada golpe liberaba no solo fuerza, sino una onda de energía vital que empujaba al monstruo sin destruirlo completamente, protegiendo a los civiles que huían a su alrededor.
Merlín, con su característico sarcasmo dibujado en el rostro, giró el bastón y apuntó al frente. Su energía verde chisporroteó y formó un escudo luminoso mientras pronunciaba con firmeza:
—“Barrera de Gaia”, chicos. Si este autobús quiere jugar a destruir la ciudad, va a tener que pasar por esto.
Los tres ataques se desplegaron casi al mismo tiempo, creando un espectáculo de luces y energía que iluminó la calle. Manuel cortaba brazos metálicos y vidrios que se alargaban como cuchillas, mientras Miguel lanzaba ondas de energía que levantaban el asfalto bajo el autobús, desestabilizándolo y frenando su avance. Merlín, por su parte, desviaba y amortiguaba cada embestida del monstruo con su barrera, evitando que pedazos de chapa y cristales alcanzaran a los transeúntes.
El autobús rugió furioso, golpeando la barrera de Merlín con un impacto que hizo vibrar toda la calle. Trozos de metal saltaban como proyectiles y polvo se levantaba por doquier, cegando por momentos a los tres guardianes. Cada uno debía anticipar los movimientos del otro, moviéndose en sincronía perfecta. La coordinación era delicada: un error podría significar que la criatura aplastara edificios o lastimara a los inocentes.
—¡Cuidado! —gritó Manuel, mientras saltaba hacia un lado para esquivar un brazo metálico que giraba como un látigo.
Miguel rodó bajo el golpe, levantando su martillo y enviando una nueva onda azul que golpeó el chasis del autobús, haciendo que se tambaleara peligrosamente. Merlín ajustó la barrera, cubriendo también un grupo de estudiantes que habían quedado atrapados detrás de una fila de coches estacionados.
El aire estaba cargado de electricidad y tensión, y cada explosión de luz iluminaba los rostros concentrados de los tres guardianes. Por primera vez, sentían que sus habilidades individuales se combinaban en algo mucho más grande: un equipo capaz de enfrentar cualquier amenaza.
El monstruo no se rindió. Rugió con un sonido que hacía vibrar los edificios cercanos, arrancando pedazos de asfalto, vidrios y restos de coches que volaban como proyectiles hacia los tres guardianes. El impacto de cada fragmento obligaba a Manuel, Miguel y Merlín a moverse al unísono, esquivando, saltando y rodando con una coordinación casi instintiva. Por primera vez, sus movimientos no eran individuales, sino un ballet de luz y energía donde cada ataque se complementaba con los demás.
Manuel mantenía la ofensiva, lanzando cortes precisos con su espada de luz, cada tajo como un rayo rojo que distraía al monstruo y desviaba su atención. Miguel canalizaba todo su poder en ondas azules que golpeaban el chasis del autobús con fuerza, haciéndolo tambalear y levantando polvo y pedazos de pavimento que giraban en el aire. Merlín, con movimientos calculados y veloces, levantaba barreras verdes para bloquear los ataques más peligrosos, desviando los escombros que se disparaban hacia los inocentes y sus compañeros.
La sincronía fluía, perfecta y natural, como si sus corazones estuvieran conectados por un hilo invisible. Cada acción parecía anticipar a la otra, cada movimiento reforzaba el siguiente. La energía combinada iluminaba la calle, proyectando sombras gigantes que se entrelazaban con la silueta del monstruo.
Finalmente, llegó el momento decisivo. Los tres intercambiaron una mirada breve, un acuerdo silencioso, y actuaron con precisión milimétrica: