El cielo de Mhuel estaba teñido de gris, y el viento soplaba con un aullido frío que recorría las calles vacías como un presagio. Cada ráfaga parecía arrastrar un silencio inquietante, como si la ciudad contuviera la respiración, esperando el desenlace de algo terrible. Los tres guardianes habían enfrentado monstruos de metal, piedra y basura, habían aprendido a combinar sus ataques y a proteger a los inocentes, pero nada, absolutamente nada, los había preparado para esto.
La alarma de la facultad estalló con un grito agudo y penetrante. Manuel, Miguel y Merlín corrieron hacia el hall central, siguiendo el sonido y el instinto. Desde una de las ventanas del tercer piso, un grito humano pero distorsionado se mezclaba con un rugido gutural que retumbaba en las paredes y hacía vibrar el suelo bajo sus pies. El corazón de Manuel se detuvo por un instante, un escalofrío recorriéndole la espalda. Sabía que no era un monstruo cualquiera.
Al llegar al hall, lo que encontraron los dejó helados, inmóviles por un segundo que pareció eterno. Allí, entre las sombras que proyectaban los ventanales, un estudiante conocido por todos ellos, Julián, se había transformado en un ser grotesco. Su cuerpo conservaba formas humanas, pero algo lo había corrompido por completo: la piel brillaba con vetas negras que se arrastraban como raíces vivientes, sus manos se habían alargado en garras afiladas y sus ojos, antes tan familiares y llenos de vida, ahora eran pozos carmesí que reflejaban dolor, confusión y un miedo que era casi humano.
—¡Julián…! —susurró Miguel, paralizado, incapaz de dar un paso—. ¿Qué le hicieron?
Merlín se cruzó de brazos, frunciendo el ceño, mientras su mirada se desplazaba entre la criatura y sus compañeros. Por primera vez, un hilo de preocupación cruzó su rostro, una emoción que raramente dejaba salir.
—Esto… esto no se parece a nada que hayamos visto —dijo con voz grave—. No es solo un monstruo. Es alguien… alguien que conocemos.
Manuel ajustó la empuñadura de su espada, sintiendo cómo la energía de su traje rojo pulsaba contra sus manos, como si respondiera a su ansiedad y miedo. Cada fibra de su cuerpo le gritaba que atacara, que protegiera a los inocentes y a la ciudad, que cumpliera con su rol de líder. Pero otra parte de él, mucho más profunda y humana, dudaba. Si lo destruían, Julián moriría. Si lo dejaban, podría lastimar a otros. La presión en sus hombros se sentía como una carga física, y un sudor frío recorrió su espalda mientras observaba a su amigo convertido en amenaza.
El viento azotó el hall, haciendo que papeles y sillas cayeran al suelo. La criatura avanzó unos pasos, tambaleándose, como si no supiera del todo qué hacer. Cada movimiento emitía un sonido distorsionado, mitad humano, mitad bestial. Sus garras raspaban el piso de mármol, dejando marcas que humeaban con un brillo negro, mientras su respiración era un jadeo roto y entrecortado que resonaba en los pasillos vacíos.
—Tenemos que pensar rápido —dijo Manuel con voz tensa, los dientes apretados—. No podemos lastimar a nadie… pero tampoco podemos dejarlo libre.
Miguel asintió lentamente, sintiendo cómo la energía de su martillo azul vibraba con una calidez diferente: no era fuerza, sino esperanza y conexión.
—Hay algo de Julián dentro de esto —dijo—. Debemos intentar salvarlo… antes de que la oscuridad lo consuma por completo.
Merlín bufó, aunque la ironía se mezclaba con un dejo de miedo real.
—Perfecto… ahora además de héroes somos terapeutas de monstruos. ¡Y vaya que me encanta ese trabajo!
El hall quedó en un tenso silencio, roto solo por los jadeos de Julián y el eco de sus garras raspando el suelo. Los tres guardianes comprendieron que esta no era una batalla común. No bastaría con ataques poderosos ni con estrategias precisas: esta vez, la fuerza del corazón, la confianza y la compasión serían las armas más importantes.
La criatura avanzó tambaleante, cada paso resonando en el hall como un martillo gigante golpeando el suelo, levantando polvo y haciendo vibrar los ventanales. Sus garras rozaban el piso, dejando surcos negros que humeaban con una energía corrupta. De repente, golpeó una mesa con un brazo y la lanzó contra la pared con un estruendo ensordecedor, destrozando sillas y estanterías. La fuerza y velocidad de la criatura eran aterradoras, pero había un trasfondo de torpeza, como si algo dentro de ella intentara resistirse.
—Tenemos que detenerlo… pero no quiero matarlo —dijo Miguel, avanzando con cautela, el martillo en alto—. Puede que todavía haya algo de Julián dentro de esto.
—¡Eso es un riesgo demasiado grande! —gritó Manuel, sus ojos rojos brillando con determinación—. Si lo dejamos actuar, podría lastimar a alguien. No podemos arriesgarnos.
Merlín bufó, cruzándose de brazos y haciendo girar su bastón con un chisporroteo de energía verde que iluminó el hall—.
—¡Genial! ¿Así que ahora también somos médicos y psicólogos de monstruos? ¿Algún manual de “salvar a tu amigo corrompido” que deba leer antes de actuar?
La criatura rugió, un sonido que era mitad humano y mitad bestia, y lanzó un brazo como látigo hacia ellos. Manuel reaccionó al instante, bloqueando el ataque con un corte horizontal de su espada que hizo saltar chispas de luz roja. Miguel levantó su martillo, generando una onda de energía azul que chocó contra la garra, amortiguando el golpe y protegiendo el piso y las columnas del hall. Merlín elevó una barrera verde que se extendió como un escudo, desviando restos de mobiliario que volaban en todas direcciones y protegiendo a los estudiantes aterrorizados que habían quedado atrapados detrás.