El cielo de Mhuel amaneció extraño aquel día. Aunque el sol se elevaba con normalidad sobre los tejados de la ciudad, su luz parecía enferma, debilitada, como si un velo invisible la filtrara. No era niebla, ni humo, ni polvo: era un resplandor mortecino que teñía las calles y plazas de un gris ocre, apagando hasta los colores más vivos. Los transeúntes caminaban con un peso extraño en el pecho, como si el aire hubiera adquirido un espesor sofocante. Los guardianes lo notaban aún más: cada bocanada de viento les dejaba un rastro metálico en la lengua, y los silencios prolongados entre ráfagas se sentían como un presagio. Algo estaba gestándose, algo oscuro, que todavía no tenía nombre.
En la facultad, los pasillos vibraban con un murmullo inquieto. Los alumnos habían sido enviados a investigar distintos puntos donde la energía negra se manifestaba de forma errática: manchas en el suelo que no se borraban, animales petrificados con los ojos abiertos en un grito mudo, grietas en los muros que parecían respirar. La mayoría de los guardianes en formación se había dispersado hacia esos lugares, organizados en grupos, pero Merlín no los acompañó. Una corazonada —o quizás un instinto más profundo, ligado a la amenaza de la corrupción que ya lo rozaba— lo obligó a quedarse atrás.
Se encontraba en la sala de prácticas, un espacio amplio y desierto, donde el eco amplificaba hasta el sonido más leve. Allí descargaba su tensión contra un maniquí de madera, con movimientos cada vez más frenéticos. El golpeteo del bastón resonaba hueco, multiplicándose en las paredes como si alguien más lo acompañara. Pero estaba solo. O al menos, eso quería creer. Con cada impacto sentía una presión en el pecho, un ardor que trepaba por sus venas como si la luz negra lo observara desde algún rincón de la sala, aguardando el momento preciso para abalanzarse.
Entonces ocurrió.
Los espejos del gimnasio comenzaron a vibrar. Primero, un zumbido casi imperceptible, como un murmullo eléctrico bajo la piel. Luego, un crujido progresivo, semejante al de un vidrio que está a punto de quebrarse. Merlín se irguió, con el corazón martillando en sus oídos. Frente a él, su reflejo se distorsionaba. Los ojos que le devolvían la mirada no eran los suyos: eran rojos, febriles, con un destello de ira salvaje. La piel de aquel “otro Merlín” estaba cenicienta, sus labios tensos en un gesto torcido por la furia.
—No… —susurró, llevándose una mano al rostro, como si pudiera borrar aquella visión—. Eso no soy yo…
El cristal estalló con un chasquido brutal. Sin embargo, los fragmentos no cayeron al suelo: quedaron flotando en el aire, brillando como cuchillas suspendidas. Poco a poco comenzaron a unirse, encajando unos con otros en ángulos imposibles, hasta formar la silueta de una criatura imponente. Un gigantesco ser hecho de espejos lo observaba desde decenas de superficies reflectantes, pero en ninguna de ellas Merlín veía su verdadera imagen: en cada pedazo de cristal aparecían sus peores miedos.
En uno, la soledad más absoluta: él, abandonado por todos, incapaz de proteger a nadie.
En otro, la traición: sus compañeros dándole la espalda, señalándolo como un monstruo.
En otro más, la corrupción consumiéndolo hasta dejarlo irreconocible.
El monstruo de la semana había tomado forma.
—Soy lo que escondes… —retumbó una voz cavernosa desde el interior del ser, como un eco que salía de todos los espejos a la vez—. Soy la furia que intentas reprimir… el rencor que te carcome… la verdad que no quieres aceptar.
Merlín retrocedió tambaleante. El bastón en su mano parecía haber duplicado su peso, como si el aire mismo se hubiera vuelto plomo. Dentro de él, la luz negra latía con violencia, una serpiente recorriendo su sangre, envenenándola con cada palpitar. Un recuerdo lo atravesó: la mirada perdida de Julián, aquel estudiante que había comenzado a corromperse días atrás, y a quien apenas pudieron contener. La posibilidad lo heló: ¿sería ese también su destino?
Un sudor frío le recorrió la espalda. El reflejo de sí mismo en uno de los espejos le devolvía
El resplandor mortecino que teñía el cielo de Mhuel se intensificó, como si el mundo mismo contuviera la respiración. Los fragmentos del monstruo espejado giraban alrededor de Merlín, atrapándolo en un círculo de reflejos que lo mostraban una y otra vez bajo formas que no quería aceptar: con los ojos apagados, convertido en verdugo, en traidor, en sombra.
La criatura extendió una mano hecha de aristas brillantes, cortantes como cuchillas. El aire se volvió pesado, un veneno invisible que oprimía los pulmones.
—Eres débil —retumbó la voz del monstruo, reverberando en todos los espejos a la vez—. No puedes detener lo que ya vive dentro de ti. La luz negra no es tu enemiga… eres tú.
Merlín apretó el bastón con fuerza, pero sus brazos temblaban como si cargaran con un peso imposible. Intentó retroceder, pero cada paso lo hundía más en el círculo de fragmentos. Una ráfaga de imágenes lo golpeó: Julián retorciéndose bajo la corrupción, sus compañeros cayendo derrotados, la ciudad ardiendo bajo un cielo sin estrellas.
—¡Basta! —gritó, aunque su voz sonó más como un gemido que como un desafío.
El monstruo se inclinó hacia él, y uno de los espejos se incrustó en su pecho como si fuera absorbido por su piel. Merlín gritó. Luego otro fragmento lo atravesó, y otro, hasta que cada reflejo de sus miedos se fundió con su cuerpo.