Hagamos un trato

Capítulo 15

Cuando despierto, es de día, o eso parece, no sé cuántas horas he dormido, pero siento la cabeza pesada, creo que han sido demasiadas. Él está allí y me observa dormir con la mesa servida con comida caliente y un olor a carne asada que inunda la estancia.

—¿Cuánto he dormido? —pregunto asustada—. Mi padre estará desesperado.

—Le dije a mamá que estabas conmigo y que le avisara —añade tranquilo.

—No creo que le haya gustado la idea —advierto.

Mi padre tampoco perdonaba a Tomás. Él se encoge de hombros.

—No te preocupes, él sabe que estás a salvo conmigo —musita—. ¿Quieres comer?

—Sí —admito, el estómago me ruge, pero me siento descansada.

Camino hasta la mesa, aún en bata y veo que mi ropa está seca justo al lado de una chimenea de la que brota un tímido fuego.

—Gracias —susurro—. De verdad dormir me ha hecho bien, creo que me siento mejor.

Él sonríe.

Dios, se ve tan hermoso, ni en mis recuerdos lo veía de esa manera.

Como en silencio, estoy cómoda y a la vez incómoda. Cómoda porque con él me siento a gusto, pero incómoda porque no sé de qué hablar y me avergüenzo de mí misma por estar en esta situación.

—¿Cómo estás? —pregunta entonces él.

—No lo sé —respondo con sinceridad—. Creía que estaba preparada para su partida, deseaba que su martirio acabara pronto… no es que deseara que muriera, pero… sufría tanto…

—Lo sé…

—Bueno… creí que estaba preparada, pero ahora todo es silencio, la casa no es lo mismo sin ella. Papá está muy mal, no sé cómo sacarlo del pozo en el que está entrando. No sé si tengo fuerzas para hacerlo, ni siquiera tengo fuerzas para mí misma. Estoy siendo fuerte, y no sé ser fuerte.

—Claro que eres fuerte, Sol —dice él y yo lo observo.

Hablamos como si nada, como siempre lo hemos hecho, como si los casi cinco años que no nos vimos se hubiesen borrado de repente. Peor, como si el daño que me hizo se hubiera perdido en el pasado.

—No… Estoy cansada de serlo —admito y los ojos se me llenan de lágrimas.

—Llora si necesitas —dice él pasándome un pañuelo.

—Han sido demasiados años siendo fuerte, tuve que guardar mi dolor para ser fuerte para mamá, ella no quería verme sufrir. Tuve que crecer demasiado pronto, de golpe. De ser una niña soñadora, ilusa, ingenua, inocente, me vi de frente con la traición, la mentira, el desamor, Y cuando estaba lidiando con eso, cuando estaba haciendo fuerzas para encontrarle sentido a mi vida, mamá enfermó… y tuve que enterrar mis heridas aún sin curarse, para sanar otras que ya se estaban formando —digo como si él no fuera la persona que me dañó, como si lo hablara con alguien más.

—Lo comprendo, la vida a veces nos hace entender algunas cosas a la fuerza —dice él y pierde su vista en la ventana cercana.

—Ahora tengo que ser fuerte para papá. Mamá me lo pidió, no puedo dejarlo hundirse así…

—Mamá me dijo que ni siquiera has podido llorar, que no te das permiso de hacerlo —dice y lo observo, me muerdo el labio.

—Lo he hecho con ella un par de veces —lo admito—, pero no, por lo general no lo hago… Creo que me he vuelto como una roca, ¿sabes? Fría e insensible, tanto sufrimiento te hace duro, te hace inmune —añado.

Él baja la mirada.

—La niña que yo amé no era así —musita con timidez—. Lo que más me gustaba de ti era que eras trasparente, que no ocultabas tus sentimientos y enfrentabas la vida así como la sentías. Reías, llorabas, soñabas, caías y te levantabas.

—La niña que tú amaste, o que dices que amaste —añado con sarcasmo—, ya no existe. Tú fuiste quien la mató —agrego con tanta frialdad que siento como si en ese mismo momento comenzara a nevar en la habitación.

Él no responde, baja la vista y se toma la cabeza entre las manos. Ese es un gesto que siempre hacía cuando sentía que algo no tenía solución. Y sí, así éramos nosotros, no teníamos solución.

—Escucha… vine aquí por algo que es mucho más grande de lo que tú puedes entender ahora mismo —dice y yo levanto las cejas un tanto ofendida por su afirmación—. No voy a irme hasta que estés mejor —añade.

—¿Crees que te necesito a ti para sentirme bien? —inquiero levantándome de la mesa.

—Sí… ahora mismo sí —afirma y yo niego con vehemencia.

La ira vuelve a mí, estoy por convertirme en un monstruo que comenzará a soltar un montón de palabras que no quiero decir. Comienzo a vestirme con rapidez, me pongo la ropa interior sin sacarme la bata y luego la dejo caer para acabar de vestirme.

—No vas a ir a ningún lado —dice caminando hacia la puerta.

—¿Y quién me lo va a impedir? —inquiero plantándome en frente mientras me pongo su chaqueta—. ¿Tú y cuantos más?

—Yo y el camino largo que hay desde aquí hasta tu casa, además de la nieve que cayó anoche —afirma y cuando abre la puerta puedo ver de lo que habla.

—Dame la llave de tu camioneta —digo y estiro el brazo para tomarla, está colgada en un portallaves.

Él es más rápido y me la quita.

—¡Esto es completamente ridículo, Tomás! —exclamo con desespero—. No puedes secuestrarme así —afirmo—. Gritaré y pediré ayuda.

—No te estoy secuestrando —dice él con una calma que me saca de mis casillas—, lo único que te digo es que no podrás salir con esta nieve y que necesitas quedarte aquí por lo menos un día más. Luego, yo mismo te llevaré a tu casa y yo iré a la mía. Si no quieres, no nos volveremos a ver, o no hablaremos más, pero esto es una tregua…

—No me gustan tus treguas. ¿Sabes? La vida no es así, la vida no da treguas, Tomás. No es que uno hace lo que se le canta y luego pide una tregua. No estamos jugando a las escondidas, no es como si estuviéramos corriendo y tú te cansaras y pidieras tiempo. Los errores no se solucionan con una tregua, maldita sea —añado y vuelvo a meterme en la habitación.

Como si nada, me siento en la mesa y continúo comiendo. No puedo entenderlo, nuestra relación fluye como siempre, pequeñas discusiones en medio de conversaciones, comidas y silencios. No lo entiendo, no me entiendo.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.