Hagamos un trato

Capítulo 20

La excursión comienza temprano, papá me despide con un beso en la mejilla y me desea una feliz jornada. Supongo que él sabe de todo esto porque ni siquiera me pregunta a dónde o con quién voy.

Tomás me espera en la camioneta, su madre me saluda y nos sonríe, nos da una bolsa con comida para el camino. También creo que ella sabe a dónde vamos, así que estamos listos y preparados.

Siento mucha emoción, y sé que él se siente igual. Nos miramos, sonreímos y partimos. Durante el camino él me comenta que habló con su madre y que las cosas fueron mejor de lo que esperaba, que sentía mucha paz ya que su mamá le había perdonado.

Quiero saber más, pero no pregunto porque ya llegamos a destino. Las florecitas de María es un lugar por el que he pasado muchas veces, pero nunca me he percatado de su existencia. Ni sé qué es. Tomás tampoco.

Desde afuera, se ve como un castillo antiguo, está bien cuidado, pero se nota el paso de los años en las paredes y la pintura. Ingresamos, nos presentamos y pedimos hablar con Sor Marcela, nos guían hasta un espacio donde ella nos recibe.

 —¡Ustedes deben ser Tomás y Sol! —exclama con entusiasmo. Es joven y enérgica, su cuerpo es robusto y es mucho más alta que nosotros dos—. ¡Eres idéntica a tu madre! —dice y aprieta mis cachetes como si yo tuviera ocho años y ella fuera la tía que aparece en Navidad—. Siento mucho su pérdida, pero Dios estará feliz con ella cerca —agrega.

No me cae mal su comentario, se siente como si lo dijera de corazón.

—¡Síganme! —dice y lo hacemos.

Me gustaría entender a dónde vamos o qué haremos aquí, pero ninguno de los dos lo sabe y la monja no ha dado explicaciones. Por el camino a donde sea que vayamos me cuenta que mamá solía venir a menudo y que era una gran colaboradora, que todos la extrañarán por allí.

Me pregunto qué más cosas no sabía yo de mi madre, pero no exteriorizo aquella pregunta. Salimos a lo que parece un patio donde muchos chicos corren de un lado para el otro. Caminamos hasta una cancha de arena donde otro grupo de niños juega al futbol. Sor Marcela saca un silbato que trae por el cuello y hace un sonido agudo con él.

—¡Niños! ¡Niñas! —los llama.

Todos los niños corren hacia donde estamos. Sin que me dé cuenta, algunos ya nos están abrazando.

—Ellos son nuestros nuevos amigos, Tomás y Sol, saluden.

—¡Hola, Tomás! ¡Hola, Sol! —gritan al unísono.

Nosotros respondemos con un saludo de mano.

—Han venido a pasar el día con ustedes y a jugar —dice la monja—. Sol es hija de la tía Milagros que como ya les contamos, ha ido a vivir con Jesús, así que espero que se porten bien y sean educados con nuestros amigos —añade.

—¿Quieren jugar al futbol con nosotros? —Nos pregunta un niño.

—Tú puedes ser de mi equipo —me dice una niña con dos trenzas largas hasta la cintura.

—Y tú del mío —añade el niño que habló primero, mirando a Tomás.

Ni siquiera tenemos oportunidad de decir algo, los equipos del niño y la niña nos envuelven y nos empujan hasta la cancha. Tomás y yo sonreímos, los dos sabemos que no jugamos un partido de fútbol desde hace muchos años, pero ambos deseamos hacerlo.

El silbato suena en algún lado, y sin mucho preámbulo, el juego comienza. Apenas logro identificar a quienes son de mi equipo. Tomás no lo hace y en dos ocasiones le da la pelota a chicos de mi equipo, así que sus compañeros le gritan para que atienda más. Un rato después, estamos en sintonía con nuestros equipos y el partido comienza a ser divertido.

Olvido todo, me marcan, pero logro escapar con la pelota, Tomy se acerca e intenta sacármela, él conoce como juego y yo sé lo que hará, así que me anticipo y lo esquivo. Le paso la pelota a la niña de las trenzas y ella marca un gol. Grito y euforia en mi equipo, todos nos abrazamos. Tomás niega, pero luego me sonríe y me hace un gesto que solía significar que ya se vengaría. Yo río ante aquello y siento que mi corazón comienza a latir más fuerte.

No me refiero a más rápido, porque obvio que con esta corrida ya lo está haciendo. Me refiero a fuerte, como si por algún motivo hubiese dejado de latir y de pronto se despertara. El partido sigue y marcamos un gol más. El equipo de Tomy marca dos y nos empata. Estoy cansada, he perdido el ritmo, sin embargo no me voy a rendir, deseo ganar, así que un rato después, logro marcar el gol que nos da la victoria.

Los chicos de mi equipo festejan y me abrazan, cantan algo que no sé, pero me río y me divierto con ellos. Por un minuto vuelvo a ser la niña que salía a jugar al fútbol cada tarde con sus amigos.

Un rato después, los chicos se dispersan y Tomás y yo nos quedamos en la cancha.

—No has perdido el toque —dice él y me sonríe.

—Tampoco tú —añado y le paso una botella de agua que alguien me dio a mí. Él toma un poco y me la vuelve a pasar.

—¿Caminamos? —dice y yo asiento.

Recorremos el predio y vemos a los niños en diferentes actividades. Algunos pintan, otros están sembrando semillas y la gran mayoría juega.

Una niña pequeña se acerca a nosotros y nos da una hoja. En ella hay un dibujo de tres monigotes, uno más pequeño que los otros dos. Hay un corazón grande en medio de los tres y tiene una firma con letra tosca que dice Laura.

—¿Eres tú? ¿Laura? —pregunto y ella asiente.

—Ustedes y yo —dice y mi corazón se llena de ternura.

Tomy se agacha para quedar a su altura y le sonríe a la pequeña.

—Gracias, es un hermoso dibujo —dice él—. Serás una gran artista algún día.

—¿Vienen para llevarse a alguno de nosotros? —pregunta la niña y nosotros sin entenderla, nos miramos—. Yo me porto muy bien, sé hacer mi cama y también lavar los platos. Puedo aprender a cocinar si quieren…

—No venimos a llevar a nadie —dice Tomás y los ojitos de la niña se ponen tristes.

—Pensé que iban a adoptar a alguno de nosotros —susurra.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.