Hagamos un trato

Capítulo 34

La hora de abrir el cuarto sobre ha llegado, ni Tomás ni yo estamos muy cómodos, no sé muy bien por qué, pero las cosas se sienten tensas entre nosotros últimamente. Noto esquivo a Tomás, y eso me pone nerviosa.

Él saca el papel dentro del sobre blanco con el número 4 y me lo pasa.

«Sol y Tomy:

Espero que estén muy bien, me gustaría poder hacer magia y ver el futuro para saber si mi plan está surtiendo el efecto que espero. Sí, debo admitirlo, cada vez que alguien planea algo tiene en su mente un final esperado, ¿no? Bueno, pues yo también tengo el mío, pero no se los diré, pues no quiero afectar a los resultados de lo que sea que ustedes están experimentando.

Sol, espero que ya estés mejor, que no estés llorando mucho por mi ausencia, te soy sincera, hija: no quiero que lo hagas. Es decir, sí, lo necesario, pero no quiero que te estanques en eso demasiado tiempo. Hay mucha vida por vivir, cariño, y tú tienes que seguir…

Bueno, vamos a la tarea del día de hoy. No es nada complicada, solo tienen que pensar en algo que les de miedo… no hablo de internarse un bosque de arañas gigantes, algo más sencillo… una montaña rusa, una película de terror… algo sencillo, pero que en cierto modo les produzca un poco de miedo.

Háganlo… Y cuando lo acaben, abran el sobre rosado número 4.

Los quiero, mis chicos».

Nos miramos a los ojos y no tardamos ni un solo segundo en decidirlo. Lo decimos al unísono.

—¡La casa del terror de la feria del prado!

Nos echamos a reír luego de haberlo dicho. Esa es una atracción en una de las ferias locales, no queda muy cerca de mi casa, por lo que cuando éramos pequeños, ir de paseo a la feria era una excursión más que esperada. Solíamos hacerlo una vez al mes o una vez cada dos meses, Tomás y yo siempre íbamos juntos, ya sea que nos lleve su madre o la mía.

Una vez allí, comenzábamos a pasear por todas las atracciones, subíamos a la rueda, tirábamos al blanco, subíamos al carrusel y comíamos manzanas acarameladas. Y cada vez que íbamos nos jurábamos que entraríamos a la casa del terror, pero nunca lo hacíamos. Fingíamos estar ya demasiado cansados o tener mucha hambre, y así lo dejábamos para la próxima vez. Pero volvía a suceder lo mismo, y así nunca entramos a dicha atracción.

Ni a Tomás ni a mí nos gustaba la casa del terror, nuestros amigos decían que al entrar había muertos vivientes que salían a tocarte, que te tiraban telarañas y líquidos viscosos, cosas que de niños creíamos ciegamente.

Nos levantamos sin pensarlo, yo tomo mi bolso y él las llaves de su camioneta y salimos de la casa casi corriendo. Apenas me da tiempo de avisarle a papá que llegaré tarde.

Subimos a la camioneta casi tan extasiados como cuando éramos niños, reímos e imaginamos lo que nos espera por allá y por un minuto las tensiones desaparecen.

—Hace años que no vamos —dice Tomás.

—Años que no hacemos muchas cosas —respondo y él asiente.

—Sí… ¿Crees que esté igual? —inquiere no dándole importancia a lo que yo dije.

—Ni idea, espero que sí.

Cuando llegamos, bajamos y vamos hasta la boletería. Tomás compra dos boletos e ingresamos. Me pongo a saltitear y a corretear como si fuera una niña, él me sigue y me toma de la mano. Sabemos a dónde iremos primero, subimos al carrusel, yo a un caballo blanco y él en el negro que está al lado.

—¡Soy una princesa! —digo y hago gestos como si en realidad estuviera cabalgando.

—¿Puedo ser tu príncipe? —pregunta él.

—No lo sé, haré un gran baile y elegiré al mejor de todos para que nos casemos.

Nos reímos y unos niños que están al lado nuestro también lo hacen.

Bajamos del carrusel y vamos a jugar al tiro al blanco. Primero lo hace Tomy, pero como siempre, no atina ni un solo punto, cuando me toca el turno a mí, y logro hacer los tres puntos. El señor nos deja elegir el premio y yo elijo un dragón morado, y se lo regalo a Tomy.

—Puedes ser el cuidador del dragón en la torre de la princesa —digo y él asiente.

—Podría defenderte de todos los dragones que osaran atacarte —dice y finge sacar una espada y luchar con el peluche.

Volvemos a reír, tanto que nos duele la panza. Con la respiración entre cortada vamos a la rueda.

—¿Estás segura de que le pusieron aceite a los tornillos? Luce igual que hace diez años —susurra.

—No lo sé, pero no es tan alto. ¿Si caemos moriremos? —inquiero.

—Ni idea, ¿quieres morir conmigo? —pregunta y me pasa la mano.

—Por supuesto, qué idea más emocionante —respondo y subimos al primer asiento que se nos detiene en frente.

Comenzamos a ascender con lentitud y el viento fresco de la tarde golpea con cuidado nuestras pieles. Tomás me toma de la mano justo al tiempo que escuchamos un chirrido metálico.

—Estaba bromeando con lo de querer morir contigo —susurro y miramos hacia abajo. La rueda se ha detenido para que alguna gente baje y otra suba.

—No sucederá nada —dice él y me besa en la frente—. Está hermoso el día, ¿no crees? Se ve todo desde aquí arriba…

—Sí… ¿Crees que mamá puede vernos desde el cielo? —pregunto y ambos perdemos la vista en el horizonte.

—No lo sé, imagino que cuando alguien muere puede estar en donde quiera…

—¿Cómo un fantasma? —inquiero cuando la rueda comienza a moverse de nuevo.

—No, tonta… como un espíritu que se mezcla con la naturaleza, el aire, el viento… No sé, estoy diciendo cualquier cosa —susurra con una sonrisa—, creo que tu mamá nos cuida.

Yo sonrío.

—La extraño mucho…

—Lo sé…

—Si estuviera viva ella… podría aclarar todas mis dudas —suspiro.

—¿Cuáles son esas dudas?

Lo miro, llegamos al inicio y no tengo ganas de contarle que mis dudas tienen que ver con lo que siento por él.

—Es hora de ir a la casa del terror —digo y él asiente.

Nos vamos de la mano, esta vez más lento, sin decirnos nada, como disfrutando el momento. Sin preámbulos nos ponemos en la fila junto con muchos niños y niñas. Todos cuchichean y ríen entre ellos. Entonces, nos toca el turno e ingresamos.




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