Capítulo 1.
Serendipia.
“Hallazgo afortunado e inesperado que se produce de manera accidental, por detisno o cuando se busca otra cosa distinta”.
Hailey tenía la mala costumbre de llegar tarde a todos lados; A la escuela, fiestas familiares, al cine e incluso llegó tarde para evitar que su familia fuera asesinada.
Pero esa mañana, se levanto temprano y se duchó, colocandose la ropa que había escogido la noche anterior: unos jeans negros ajustados con roturas, una blusa blanca holgada y su chaqueta de libáis que también estaba rota.
Se recogió en cabello en una coleta y sus rizos los cepilló para que quedaran acomodados. No se puso maquillaje, pues sabía que de nada le serviría para tapar la gran imperfección que tenía su rostro. Solo cepilló sus pobladas cejas y se puso rímel en las pestañas.
Tomó su mochila y bajó a desayunar. Su abuela Dina la esperaba con un gran plato de panqués.
—Buenos días, cariño —le dio un beso en la mejilla mientras Hailey se sentaba.
—Buenos días, abuela —saludó a su abuela. Tomó la miel y la esparció sobre sus hot cakes—. ¿Ya se fue mi abuelo?
—Se está lavando los dientes —su abuela le sirvió licuado de plátano y se lo colocó enfrente—. ¿Estás nerviosa?
—Un poco —dijo masticando—. Hoy desperté temprano para no llegar tarde, como siempre.
Su abuela se rio y le miró con fijeza.
—Eres idéntica a tu madre —su voz reflejó añoranza. A la castaña se le hizo un nudo en la garganta y pensó en su madre. Lo cierto era que Molly Campbell era preciosa: cabello oscuro rizado, con grandes ojos azules y sin pecas.
En cambio, cuando Hailey se miraba en el espejo solo veía una cara llena de pecas por todos lados: desde su frente, hasta su barbilla; en sus mejillas, en la nariz. En sus hombros y espaldas también había pecas.
—¿Crees? —Dijo, pensativa. Siguió comiendo, creyendo que las pecas y los ojos cafés eran un reflejo de su papá.
—Sí, eres idéntica. Solo que tu madre no tenía tus preciosas pecas —¿Preciosas? ¿De dónde? Pensó con ironía. En la secundaria la molestaron tanto por ellas que había aprendido a odiarlas.
—¡Buenos días, princesa! —Su abuelo entró a la cocina con su característica sonrisa—. Me voy a trabajar a la fábrica, dejé dinero en donde siempre, princesa.
Su abuelo le dio un beso en la frente y besó a su mujer con amor. Se despidió y se fue a trabajar. Hailey comió rápidamente porque no quería llegar tarde a la universidad.
—Terminé, Abu —dejó el plato y vaso en zinc y los lavó con prisa. Subió a lavarse los dientes, su martirio diario porque odiaba el sabor de la pasta.
Comenzó a buscar su anillo, el que siempre llevaba a todos lados porque pertenecía a su madre; comenzaba con una flor de pedrería blanca y daba la vuelta hasta el otro lado que terminaba en forma de hoja sin llegar a estar unida a la flor. Era de oro con incrustaciones de diamantes.
Su padre se lo había regalado en su aniversario, y fue lo único que le quedó de ambos. Lo usaba en el dedo índice, y si no encontraba ese anillo no saldría de su casa.
—¡Abuela! ¡Abuela! —Gritó sacando todas las cosas de su caja especial—. ¡¿Has visto el anillo de mi mamá?!
Buscó en el cajón de la mesita de noche y tampoco había nada. Solo su medicamento.
—Dios mío, por favor —murmuró cuando revisó de bajo de su cama. Con su celular, alumbró y lo miró tirado justo a una corta distancia. Se estiró y lo tomó. Se puso de pie y se lo colocó en el índice izquierdo y salió disparada de su cuarto. De la caja circular de porcelana que tenían en la sala de estar tomó el dinero que le dejó su abuelo.
—¡Me voy, nos vemos al rato!
—¡Ten cuidado, Hailey! ¡Dios te bendiga y te aguarde!
Salió de casa con su mochila colgando del hombro y corrió calle abajo para tomar el autobús. ¡Ya iba tarde!
Llegó a la parada y se detuvo, agitada.
—Siempre haces lo mismo, Hailey —murmuró para ella, regañándose—. Llegas tarde a todos lados.
Miró a hora en el celular: seis cuarenta. Entraba a las siete quince, y la universidad estaba a 45 minutos si el chofer se tomaba su tiempo. Se pasó las manos por el rostro, frustrada.
—Es mejor llegar tarde que hablar como loca sola —dio un salto y volteó. Detrás de ella se encontraba un chico.
Disimuladamente, aguardó su celular aterrada que estuviera ahí para asaltarla. El tipo estaba tatuado de un brazo, lo sabía porque usaba una camiseta gris sin suéter.
—¿Eres muda ahora? —El tono burlón hizo enojar a Hailey—. Hablas sola, pero cuando hay alguien no hablas, pecosa.
—No me interesa hablar contigo —dijo dándose la vuelta y esperando el autobús.
—¿Adivina qué? —Se negó a verlo—. Ya hablaste.
Editado: 16.05.2020