Córdoba. Abril 2010. Mañana.
Alfonso se sobresaltó al sonar el teléfono. Llevaba sonando un buen rato, pero se hizo el remolón para no atender la llamada. Al final la insistencia pudo más que su pereza.
- ¿Qué sucede, Luis?- preguntó, intentando que no se notase su reciente despertar.
- Perdón por molestar, Alfonso...- respondió su compañero.
- No te preocupes... ¿Qué sucede?
- Ha ocurrido una desgracia- respondió con voz tenue.
- ¿A qué te refieres con eso?
- Tenemos... Tenemos dos victimas.
- ¿Dónde?
El silencio se apoderó de la conversación.
- ¿Por qué no contestas, Luis?
- En...- trató de responder el compañero.
- ¿Dónde estáis, Luis?
- En el Puente Romano- acabó respondiendo entre susurros.
- Voy para allá.
Alfonso finalizó la llamada y se apresuró en vestirse. Soltó la taza del café, en el mueble del pasillo, no sin antes dar el último sorbo. Acomodado en el interior de su Audi, negro metalizado, salió de la cochera hacia el lugar del suceso.
El perímetro del puente se encontraba completamente acordonado. Agentes montados vigilaban todas las entradas y salidas; otros recorrían los caminos bajo el puente; lanchas motoras subían y bajaban el río Guadalquivir.
Alfonso salió del interior de su vehículo observando el despliegue, inédito, con el que se encontraba. Varios agentes se acercaron a él. Éste se dirigió al más corpulento.
- ¿Qué ha ocurrido, Luis?- preguntó Alfonso, llevándose un chicle a la boca.
Luis trató de responder, pero la conmoción se lo impedía.
- ¡Vamos, Luis!- exclamó Alfonso, abriéndose paso entre sus compañeros. - ¿Cuántas veces os he dicho que no podéis implicaros con las víctimas?
- No son dos victimas cualquiera, amigo- respondió Luis, con alguna que otra lágrima saliendo de sus verdes ojos.
Alfonso se detuvo, girando la cabeza hacia él.
- ¿Qué quieres decir con eso?- preguntó Alfonso, viendo el los rostros pálidos y entristecidos de los subinspectores. -¿Qué está pasando aquí?
Luis continuaba sin poder responder. No encontraba las palabras ni el valor necesario para ello.
Alfonso continuó su marcha hacia la cinta que delimitaba el lugar. Un escalofrío recorrió su nuca al ver el desconsolado rostro del comisario.
- ¡Espera, Alfonso!- pronunció el comisario impidiendo el avance de Alfonso, con la ayuda de otros agentes.
- ¡Aparte de mi camino!- respondió el inspector, abriéndose paso entre el tumulto a empujones.
Las piernas de las víctimas detuvieron su avance. Su mente se bloqueó. Tapó su boca con la mano. El agente de la científica se apartó dejando que sus ojos comprobasen el horror. Un cabello, largo y dorado, caían por los hombros de su esposa; uno largo y negro hacía lo mismo sobre su el cuerpo joven de su hija. Un enorme charco de sangre bañaba sus cuerpos. Sus rostros, expuestos al Sol, parecían querer tomar algo de color para espantar sus cadavéricos semblantes.
Cayó de rodillas junto a ellas. Sacudía la cabeza como loco. Gateando se acercó al cuerpo de su hija. Levantó con sumo cuidado la cabeza de ella y la posó en su brazo. "Hija mía, despierta", le susurró. "Por favor, mi niña", le suplicó.
Ninguno de los presentes podía contener las lágrimas al contemplar la escena.
Alfonso se acurrucó entre ellas. Con suavidad fue tocando cada uno de los orificios, provocados en sus cuerpos. "No puedes estar muerta", le dijo a su esposa al besar sus fríos labios. "¡No!" Vociferó, una y otra vez. Locura y desesperación se apoderaron de él al tiempo que gritaba el por qué habia sucedido tal cosa.
Luis fue el único que se atrevió a ir hacia él, entre todos los que allí se encontraban.
- Basta, amigo- pronunció, arrodillándose junto a él.
- ¿Por qué...?- preguntó, sin dejar de mirarlas- ¿Por qué les ha pasado esto?
Luis trató de incorporar a su amigo. Éste, dejando de forcejear, quitó el anillo de boda, del dedo de su esposa, y se dejó llevar por Luis.
- Espera, Luis- dijo con voz tenue.
- ¿Qué sucede, amigo?
Alfonso se volvió hacia su esposa e hija. No pronunció palabra alguna. Se quedó inmóvil, observándolas desde la distancia.
La iglesia a la que asistían todos los domingos, desde que ambos se dieron el sí quiero, fue el lugar elegido para pedir a Dios por sus almas. La pequeña cuesta, la cual daba acceso al portón principal, estaba abarrotada por los compañeros, amigos y familiares que aguardaban al cortejo fúnebre. Vehículos oficiales de la policía Nacional custodiaban a los coches que transportaban los cuerpos sin vida de Macarena y Rosario.
Alfonso salió de uno de los coches; los padres de ella, ayudados por algunos amigos, entraron al interior del templo. Los ataúdes de ambas esperaban en a ser llevados a los pies del altar. Miembros de la UCIC, engalanados con sus mejores trajes, se ofrecieron a ello. Otros agentes, bomberos, sanitarios..., formaron un pasillo por el que discurrían los féretros.
Acabada la misa, Luis quiso dedicarles unas últimas palabras.
"Queridas Macarena y Rosario:
Espero poder expresaros, con estas míseras palabras, el gran vacío que nos dejáis. Un mal nacido os ha arrebatado la vida, sin motivo o explicación. Os ha apartado de un marido y un padre que os amaba y veneraba más allá de lo imaginable. Vosotras os vais unidas dejado aquí a un hombre que tardará, si acaso es posible, que sanar la herida que provoca vuestro adiós. No dudéis que le apoyaremos y cuidaremos como uno más de nuestra propia familia. Muchas gracias por todo lo que nos disteis. Nunca jamás os olvideremos. Hasta pronto."
Miles de pétalos rojos iban cayendo al paso de los ataúdes hacia sus respectivos coches.
Sólo Luis permaneció junto a Alfonso hasta que le entregaron las cenizas de ambas.
- ¡Prométeme que seguirás luchando para encontrar al hijo de puta que me las ha arrebatado!- Exclamó Alfonso, encendiendo un cigarrillo.