Hambre y Dignidad

CAPÍTULO 1: Despertar

El eco de la alarma me arranca del sueño, siempre el mismo sonido que marca el comienzo de otro día de incertidumbre. La luz tenue que se filtra por las cortinas desgastadas apenas ilumina la pequeña habitación que comparto con mi madre. El olor a humedad impregna las paredes, y aunque es desagradable, ya forma parte de nuestra vida, tan cotidiano como el café que mi madre prepara cada mañana en la cocina.

Es 2025, y Argentina atraviesa una de las peores crisis económicas de su historia. La inflación galopante y el desempleo han hecho que nuestra vida, ya de por sí modesta, se vuelva una lucha constante. Cada día es un desafío en el que sobrevivir se ha convertido en la prioridad, y los pequeños momentos de tranquilidad, como el aroma del café, son lo que nos mantiene en pie.

Vivo en un barrio humilde de Buenos Aires, donde el asfalto desgastado y las paredes desconchadas son testigos silenciosos de una realidad que se torna cada vez más difícil. Las noticias no son alentadoras: inflación descontrolada, falta de trabajo, y un gobierno que parece distante de los problemas reales de la gente. A veces me pregunto si realmente entienden lo que es hacer una fila de horas para un pedazo de pan o estirar los pocos pesos que tenemos para comprar lo mínimo necesario.

Cada día, nos enfrentamos a la misma pregunta: ¿cómo llegaremos a fin de mes?

Salgo de la cama y tomo la misma ropa de siempre, esa que, aunque desgastada por el uso constante, aún conserva un leve destello de color. La tela ya ha perdido su suavidad, pero sigue siendo funcional, lo suficiente para enfrentar otro día. La ropa se ha convertido en un lujo inalcanzable; cada prenda que tengo es una pieza más en el rompecabezas de nuestra supervivencia. Ya no es cuestión de moda ni de comodidad, es una cuestión de necesidad. Cuidar cada prenda como si fuera la última es parte de nuestra nueva realidad.

En la cocina, mi madre, como siempre, ya está en pie. A pesar de las ojeras que delatan el cansancio acumulado, me recibe con una sonrisa que nunca falla. Es un gesto pequeño, pero uno que refleja su fortaleza. "Hoy tenemos que salir temprano, hay que hacer la fila", me dice mientras sirve un poco de café en tazas que llevan años con nosotros. Se refiere al comedor comunitario que, en estos tiempos difíciles, se ha convertido en nuestro salvavidas.

La fila de personas esperando por un plato de comida es un reflejo doloroso de los tiempos que corren. A menudo, la cola se extiende hasta la esquina, repleta de vecinos con la misma incertidumbre en los ojos. No siempre alcanza para todos, y cada vez que nos ponemos en la fila, es un tiro al aire.

A veces volvemos con pan y algo más. Esos días, aunque escasos, traen un pequeño respiro a la tensión que siempre parece flotar en el aire. Pero otras veces, volvemos con las manos vacías, y el silencio durante el trayecto de vuelta es pesado. La frustración de saber que no alcanzó para todos es algo a lo que nunca te acostumbras.

Es en esos momentos cuando las preocupaciones parecen multiplicarse. No es solo la falta de comida lo que nos afecta, sino la sensación de incertidumbre, de no saber cómo será el día siguiente o si algo cambiará. Cada día es una apuesta, y la sensación de impotencia comienza a arraigarse en nosotros.

Después de un desayuno rápido —un pedazo de pan y un sorbo de café aguado— me despido de mi madre con un abrazo rápido. Salgo a la calle y, al abrir la puerta, el bullicio del barrio me recibe como siempre. Es un caos organizado, donde cada ruido tiene su lugar en la rutina diaria: el murmullo constante de conversaciones, el eco de las radios que se filtran por las ventanas abiertas y el retumbar lejano del tránsito de la ciudad.

Los vecinos ya están reunidos en las veredas, compartiendo noticias del día. Algunos se acercan para intercambiar información sobre dónde conseguir trabajo o si algún almacén está ofreciendo descuentos. Otros simplemente buscan consuelo en la compañía de los demás.

En medio de tanta adversidad, la solidaridad se ha vuelto nuestra mayor fortaleza. Sabemos que, sin el apoyo mutuo, el peso de la crisis sería insoportable.

Al caminar por el barrio, veo a Doña Marta, una vecina que siempre está tejiendo bufandas y chalecos para los chicos del barrio. A pesar de que ella misma tiene poco, nunca duda en dar lo que puede. Más allá, un grupo de jóvenes organiza una colecta para ayudar a una familia que se ha quedado sin nada tras perder su casa en un incendio. En estos pequeños gestos de solidaridad, encuentro la esperanza que a veces me falta en otros aspectos de la vida.

A medida que avanzo por las calles del barrio, ese espíritu de colaboración se siente en cada rincón. Las miradas son distintas a las que veía hace algunos años, cuando la vida no era tan incierta. Ahora, la adversidad nos ha unido de una forma que antes no existía. Personas que apenas se saludaban antes, ahora comparten más que palabras: comparten cargas, esperanzas y soluciones.

Me detengo un momento a hablar con don Julio, el hombre que tiene un pequeño kiosco en la esquina. Su negocio ha sobrevivido más crisis que cualquier otro, y siempre tiene algo sabio que decir. Hoy no es la excepción. "No podemos rendirnos, pibe", me dice, mientras organiza los pocos productos que le quedan en las estanterías. “La vida te va a golpear mil veces, pero vos tenés que levantarte mil y una. Así es como ganamos esta pelea”. Asiento en silencio, sintiendo la verdad en sus palabras.

Sigo mi camino hacia el comedor comunitario, donde ya me espera otra larga jornada de fila. Mientras camino, mi mente se inunda de pensamientos sobre el futuro. Me pregunto cómo será la vida dentro de un año, o incluso dentro de unos meses. Todo cambia tan rápido que a veces es difícil imaginar un mañana mejor. Sin embargo, cada gesto de generosidad que veo en el barrio me recuerda que, aunque la situación sea sombría, aún queda algo por lo que luchar.



#2016 en Otros

En el texto hay: drama, amor, suspenso

Editado: 05.06.2025

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