El sol se asoma entre las casas de ladrillo desgastado, iluminando mi habitación con un tono dorado que me anima a comenzar el día. Sin embargo, el entusiasmo se desvanece rápidamente al recordar la realidad que me rodea. El dinero escasea, y la situación parece empeorar con cada semana que pasa.
Después de un desayuno ligero, decido salir a buscar trabajo. Mi mente se llena de ansiedad al pensar en las oportunidades que pueden o no estar disponibles. El mercado está saturado de personas como yo, desesperadas por encontrar un empleo que les permita cubrir las necesidades básicas.
Recorro las calles, preguntando en cada lugar que encuentro. Desde restaurantes hasta tiendas de ropa, la respuesta siempre es la misma: “Lo siento, no hay trabajo”. Las palabras se convierten en un eco en mi mente, un recordatorio de la dura realidad de nuestra economía. Cada rechazo me deja una punzada en el corazón. lo siento como un fracaso personal.
Mientras camino por una de las avenidas principales, veo un grupo de jóvenes que parecen tener un buen rato. Ríen y comparten un almuerzo improvisado en la plaza. Mi mente se debate entre la envidia y el deseo de unirme a ellos, pero la realidad me recuerda que cada momento de diversión se paga con sacrificio. Me acerco un poco y les saludo, pero mi voz se siente apagada en comparación con sus risas.
A la tarde, me detengo en un pequeño café donde solía trabajar. El dueño, un hombre amable que siempre me ofreció un café a medio precio, está sentado en una mesa, con la mirada perdida en la pantalla de su computadora. Se da cuenta de mi presencia y me sonríe. “¿Cómo estás? ¿Has encontrado algo?”
Sacudo la cabeza. "No, nada en absoluto. La cosa está dura", respondo, tratando de no mostrar el desánimo que siento en mi pecho.
"Lo sé", dice, con voz grave y cansada. "Si necesitas algo, no dudes en decírmelo. Siempre puedes venir a ayudarme un rato."
Las palabras del dueño me reconfortan, pero la idea de depender de la caridad de otros me molesta. Quiero ser útil, no una carga. Agradezco su oferta y me despido, decidido a seguir buscando.
Cuando llego a casa, mi madre me espera con un plato de comida. "¿Tuviste suerte hoy? ", pregunta, su mirada está llena de esperanza.
"No, pero tengo algo para hacer. Mañana me ofreceré como voluntario en el comedor comunitario", le digo, buscando una forma de aliviar mi frustración y sentir que estoy contribuyendo de alguna manera.
Ella asiente, su expresión cambia de preocupación a orgullo. "Eso es bueno, la comunidad te necesita, y tú también los necesitas a ellos."
Al día siguiente, me presento en el comedor. La atmósfera es cálida y acogedora, y la gente que trabaja aquí está dispuesta a ayudar. Mientras me organizo para ayudar a servir la comida, me doy cuenta de que he encontrado un nuevo propósito. La sonrisa en los rostros de quienes vienen a buscar algo para comer me recuerda que, a pesar de la crisis, aún hay bondad en el mundo.
Durante el almuerzo, converso con algunas de las personas que vienen al comedor. Sus historias son un reflejo de la realidad: muchos han perdido sus trabajos, otros no han podido encontrar uno en años.
Estoy sirviendo platos, una mujer mayor se me acerca. “Gracias por tu ayuda, hijo. No muchos jóvenes hacen esto”, me dice, mientras sus ojos brillan con gratitud. En ese momento, algo en su expresión me conmueve profundamente. No es solo la gratitud en sus palabras, sino la manera en que me mira, como si por un instante todo el peso que llevo encima se disipara.
Mientras ella se aleja, siento una extraña mezcla de emociones. En medio de toda esta lucha diaria, de la falta de oportunidades, de los rechazos y la incertidumbre, pequeñas interacciones como esta me recuerdan que hay un sentido de comunidad que sigue vivo. A pesar de todo, estamos aquí, tratando de ayudar en lo que podemos.
Me quedo observando a las personas que están sentadas en el comedor, algunas solas, otras en grupo. La mayoría son ancianos o familias con niños pequeños, gente que la crisis ha golpeado más fuerte.
El encargado del comedor, un hombre de mediana edad llamado Jorge, me llama desde la cocina. "¡Vamos, chico! Todavía hay más gente esperando. No te distraigas", me dice, aunque su tono no es severo. Es más bien una manera de mantenernos enfocados en lo que tenemos que hacer. Lo entiendo; no podemos detenernos por mucho tiempo. La fila de afuera sigue creciendo.
Mientras regreso a servir más platos, pienso en lo que la mujer mayor me dijo. En estos tiempos, donde la desesperación parece envolvernos, encontrar un propósito, aunque sea momentáneo, significa todo. Y hoy, este pequeño acto de servir a los demás me recuerda que incluso en medio del caos, puedo hacer algo que importe, por más pequeño que parezca.
Con cada plato que paso a las manos de alguien más, siento que tal vez, solo tal vez, también me estoy sirviendo a mí mismo.
A medida que la tarde avanza, el comedor se llena cada vez más. La fila fuera no parece disminuir, y el ritmo dentro del lugar se vuelve frenético. Jorge y el resto de los voluntarios no paran de moverse, tratando de mantener el flujo de comida y asegurándose de que nadie se quede sin su plato. Los murmullos de conversación y el sonido de los utensilios chocando se mezclan, creando un ambiente caótico, pero cálido.
En medio de todo ese bullicio, no puedo evitar sentir una extraña calma. A pesar del agotamiento físico, el hecho de estar haciendo algo tangible, algo que ayuda directamente a las personas, me da una sensación de control que hacía tiempo no sentía. Sirvo un último plato de guiso, y mientras veo a una familia sentarse alrededor de una mesa, siento una oleada de satisfacción.
"Buen trabajo hoy, pibe", dice Jorge mientras se apoya en la encimera, limpiándose el sudor de la frente. "No es fácil hacer esto todos los días, pero siempre vale la pena."
"Gracias, me hace bien estar aquí, sentir que hago algo útil", le respondo. Y es la verdad. Aunque las cosas sigan siendo difíciles en casa, aunque el dinero sea escaso y las oportunidades parezcan inalcanzables, aquí, en este pequeño comedor, encuentro algo de paz.
Editado: 05.06.2025