Hambre y Dignidad

CAPÍTULO 6: La Soledad en Medio del Dolor

La rutina matutina se siente pesada, como si cada movimiento estuviera envuelto en una niebla densa de desánimo. A pesar de que el café humeante llena el aire con su aroma familiar, no logra ahogar la inquietud que se ha instalado en mi pecho. En la televisión, el periodista reporta la situación del país: nuevos aumentos, más crisis. El país se está yendo al carajo.

La angustia que transmiten las imágenes y las palabras del periodista se mezcla con el sonido del café vertiéndose en la taza. El rostro del presentador, serio y preocupado, refleja la desesperanza que también siento. Cada palabra resuena en mí como un eco de las preocupaciones que compartimos todos los días: los aumentos de precios, la falta de empleo, las familias desbordadas por las deudas. Es un ciclo sin fin que amenaza con tragarnos a todos.

Mientras escucho las noticias, miro por la ventana y veo el barrio desmoronándose a su alrededor. Las calles, antes llenas de vida, parecen ahora un eco de lo que fueron. Las fachadas de las casas muestran signos de abandono, y las risas de los niños han sido reemplazadas por el silencio tenso de la incertidumbre. La esperanza se ha vuelto un lujo, y cada vez es más difícil recordar un tiempo en que las cosas eran diferentes.

Salgo a la calle, y la fría brisa de la mañana me golpea la cara. La gente va y viene, todos con la mirada fija en el suelo, como si no quisieran verse entre sí. Hay un aire de resignación en el ambiente, como si la lucha hubiera sido sustituida por la aceptación de lo inevitable.

Mientras camino por las calles, veo a una mujer hurgando en la basura, buscando algo que llevarse a la boca. Sus manos están sucias y desgastadas, y sus ojos reflejan una tristeza profunda que me hace detenerme. ¿Cuántas veces he visto esto? ¿Cuántas veces más tendré que ser testigo del sufrimiento y no poder hacer nada?

La imagen de su figura encorvada ante un contenedor me golpea con fuerza. Es un recordatorio brutal de la realidad que enfrentamos, de la lucha diaria de tantas personas que, como ella, han sido dejadas atrás en esta vorágine de crisis. Siento una punzada de impotencia en el estómago. No es solo su sufrimiento; es el eco de todas las vidas que se están desmoronando a nuestro alrededor.

Un niño pequeño se acercó a ella, sus ojos llenos de hambre y desesperación. La mujer lo miró y, en un instante, comprendí que no tenía nada que ofrecerle. "Mamá, tengo hambre", dijo el niño con voz temblorosa. En ese momento, el mundo se detuvo para mí. El dolor en el rostro de la madre era como un puñal en mi corazón, y sentí que me ahogaba en mi impotencia.

Seguí caminando, con lágrimas en los ojos, sin poder evitarlo. La tristeza y la rabia se mezclaron en mi interior, y un grito silencioso resonó en mi mente. "¿Hasta cuándo, Dios mío?" pensé, "¿Cuánto más podemos soportar?". La vida en la villa se siente cada vez más como una condena, y el sufrimiento se acumula como una pesada losa sobre nuestros hombros.

Las calles que solían estar llenas de risas infantiles y sueños se han convertido en un laberinto de angustia y desesperanza. A medida que avanzaba, las imágenes de ese niño y su madre seguían atormentándome, como un eco constante de lo que significa vivir en la pobreza.

Al llegar al comedor, lo primero que sentí fue ese silencio pesado que a veces se instala incluso en medio del murmullo. Las caras eran las mismas de siempre, pero cada vez más pálidas, más flacas, más resignadas. Personas alineadas con una dignidad que se deshacía lentamente, como los hilos gastados de sus abrigos remendados. Cada uno traía consigo una historia que el mundo decidió no escuchar.

Comencé a servir comida, aunque ya sabíamos que lo que teníamos no alcanzaba. El arroz era más agua que grano. La salsa apenas una mancha de color. Aun así, todos agradecían, con una sonrisa triste, como si no quisieran hacer más pesada la carga. Pero yo lo veía. Las manos temblaban, no solo por el frío, sino por el hambre que ya era costumbre. Manos envejecidas antes de tiempo, manos de niños que no deberían estar ahí, esperando un plato como si fuera un milagro.

Las mías también temblaban. No solo de cansancio. Era la bronca. La impotencia. Servir un plato que no alcanza es como pedirle a alguien que resista cuando ya no tiene fuerzas. Cada cucharón era un recordatorio cruel: estábamos sobreviviendo, no viviendo.

Y mientras llenaba los platos, no podía evitar mirar alrededor y pensar en lo injusto que es todo. ¿Dónde están los que prometieron que nadie pasaría hambre? ¿Dónde están los discursos de esperanza cuando acá, en este comedor, la esperanza se deshilacha con cada día que pasa?

Nos miramos entre todos, sin decir palabra, pero entendiendo lo mismo: no hay consuelo. Solo queda seguir. Y eso, a veces, duele más que rendirse.

Esa tarde, mientras los últimos platos eran entregados, sentí que algo dentro del comedor se quebraba. No eran las paredes, no era la olla vacía que quedaba al final del día. Era algo más profundo. Un silencio se instaló, espeso como el humo de una vela que se acaba de apagar. Nadie decía nada, pero todos lo sabíamos: esto no iba a durar mucho más.

Una de las cocineras, Teresa, se quedó sentada en una silla, mirando fijamente sus manos enharinadas, como si buscara en ellas alguna respuesta. “No queda nada para mañana”, murmuró. Su voz apenas se escuchó, pero caló hondo. Era una sentencia, no una posibilidad.

Me acerqué a ella. Vi el cansancio acumulado en sus ojos, en sus hombros caídos, en la forma en que sostenía una lágrima a punto de caer, porque sabía que, si lloraba, ya no iba a poder parar.

Los demás comenzaron a irse, uno a uno, en silencio. Algunos llevaban una bolsa con lo poco que quedaba, otros solo se llevaban el peso de otro día sin alivio. Una madre abrazaba a su hijo, diciéndole que todo estaría bien. Mentía, pero era el tipo de mentira que se dice por amor, para no romperle el alma a los que todavía no entienden del todo.



#1993 en Otros

En el texto hay: drama, amor, suspenso

Editado: 05.06.2025

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