Hambre y Dignidad

CAPÍTULO 8: Sin Refugio

La mañana empezó como cualquier otra, pero algo estaba mal. Desde que me desperté, sentí una sensación extraña en el aire, un presagio oscuro que me apretaba el pecho. Sabía que algo no andaba bien, pero no imaginaba cuán profundo sería el golpe que estaba por venir.

Mi madre, siempre fuerte a pesar de las circunstancias, no se levantó de la cama. Cuando fui a su habitación, la encontré con la piel pálida, su respiración entrecortada y su cuerpo frágil, como si todo el peso del mundo se hubiera asentado sobre sus hombros de una sola vez. "Me siento mal, hijo", murmuró con voz temblorosa. Sus palabras, aunque apenas un susurro, resonaron como una bomba en mi cabeza.

El miedo me envolvió de inmediato, un miedo paralizante que me hacía temblar. Sabía que no teníamos dinero para médicos ni para medicinas. Sabía que, en este país, si sos pobre, tu vida no vale nada. Tu salud depende de la suerte, de encontrar algún alma caritativa, porque los que deberían protegernos, los gobernantes, están demasiado ocupados contando su dinero. Salí desesperado, corriendo por las calles de la villa, buscando ayuda. Fui a la salita de salud y me topé con una fila interminable de gente con la misma cara de desesperación que la mía.

"Lo siento, estamos colapsados", me dijo la enfermera sin mirarme a los ojos, como si mi madre fuera un número más en una lista infinita. Me repetía en la cabeza: "¿Qué significa estar colapsados? ¿Significa que mi madre tiene que morir?" Sentí un vacío enorme en el estómago, una mezcla de impotencia y rabia, porque sabía que nadie iba a venir a ayudarnos. Nadie.

Volví corriendo a casa, mis piernas temblaban. Al entrar, vi a mi madre jadeando, como si su cuerpo estuviera cediendo, como si poco a poco la vida se le escapara de las manos. Me senté a su lado y traté de ser fuerte, de no llorar, pero ver a la persona que siempre fue mi sostén desmoronarse frente a mis ojos fue insoportable. Mi madre, la que nunca se quejó, la que siempre dio lo poco que teníamos para que yo pudiera comer, ahora estaba sola, abandonada por el mismo sistema que juraba "proteger a los más vulnerables".

Intenté hacer todo lo que pude. Busqué medicamentos, llamé a hospitales, y cada respuesta era más desesperanzadora que la anterior. "No hay camas", "No podemos atender a más gente", "Espera tu turno". Pero ¿qué turno? ¿El turno para que mi madre muera en una cama sin atención?

Sentí una rabia indescriptible hacia los hombres de traje, esos mismos que se sientan en oficinas con aire acondicionado, discutiendo en sus reuniones de gobierno como si supieran lo que es vivir en carne propia esta pesadilla. Ellos no tienen idea de lo que estamos pasando. Para ellos, mi madre es solo una cifra, una estadística en algún informe que nunca leerán. Sentí ganas de gritarles, de pedirles que vinieran a ver lo que sucede en las villas, que miren cómo las personas están muriendo en sus casas sin que nadie les dé una mano.

Pasaban las horas y mi madre empeoraba. La miraba y solo podía pensar en lo injusto que era todo. Pensaba en todos esos discursos vacíos de los políticos, en cómo se llenan la boca hablando de "solidaridad", de "patria", mientras nos dejan morir a nosotros, los de abajo. Me invadía una mezcla de tristeza y odio tan profunda que no sabía cómo lidiar con ella. No había un solo rincón de mi ser que no estuviera destrozado. Veía a mi madre perder fuerzas, y lo único que podía hacer era estar ahí, sentado a su lado, impotente, sin poder hacer nada.

La desesperación crecía con cada respiración forzada que ella daba. Cada vez que tosía, sentía que mi corazón se rompía un poco más. Llamé a todos los lugares que pude, intenté buscar ayuda, pero todo lo que recibía eran negativas. Nadie podía hacer nada. El sistema estaba roto, igual que nuestras esperanzas. Y mientras tanto, los gobernantes seguían con sus vidas, ajenos a nuestra miseria.

Recuerdo que encendí la televisión en un intento inútil de distraerme, y lo que vi me llenó de ira. Periodistas hablando como si nada estuviera pasando, como si la crisis no fuera más que un mal rato pasajero. Algunos defendían al gobierno, decían que "las cosas iban mejorando". ¿Mejorando? ¿Cómo pueden tener la cara de decir eso cuando mi madre está muriendo sin que nadie la ayude? Todo es una mentira, una farsa montada para hacernos creer que están haciendo algo, cuando en realidad, no hacen más que llenarse los bolsillos mientras el pueblo se desangra.

Entonces me di cuenta de la enorme división que había entre quienes defendían al gobierno y nosotros, los desamparados, los que no tenemos a quién acudir. Ellos vivían en su burbuja de privilegios, mientras nosotros estábamos siendo devorados por el hambre, la enfermedad, y la desesperación. Y lo peor era que nadie nos escuchaba. Nadie quería saber de nuestra realidad, porque enfrentarse a lo que vivimos es demasiado incómodo para los que tienen la vida resuelta.

Lo más doloroso de todo fue cuando mi madre me tomó la mano con su poca fuerza, y me dijo: "Perdóname, hijo". Como si ella tuviera que pedirme perdón por estar enferma, como si la culpa fuera suya por no poder levantarse de la cama. La abracé, y las lágrimas que había estado conteniendo por tanto tiempo finalmente salieron. Lloré como nunca antes, porque en ese momento comprendí que no hay salida, que estamos solos en este infierno que han creado para nosotros.

La impotencia me consume. Siento que la vida me está quitando todo lo que amo, y los que podrían hacer algo solo se cruzan de brazos. Mi madre está enferma, y yo no tengo cómo ayudarla. Y en el fondo de mi corazón, siento que este es solo el principio de algo aún peor.

Cada día que pasa, el miedo se enreda más en mis pensamientos. Me despierto a media noche, escuchando su respiración entrecortada, y me pregunto qué pasará si su salud empeora. La idea de perderla me asfixia. Ella siempre ha sido mi apoyo, la única constante en este mar de incertidumbre, y la sola posibilidad de quedarme solo me llena de terror.



#2002 en Otros

En el texto hay: drama, amor, suspenso

Editado: 05.06.2025

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