Los días pasan y con ellos, la preocupación se acumula como un peso insoportable en mi pecho. Este mes, la angustia se siente especialmente aplastante. Mi madre necesita medicinas y alimentos, pero el dinero no alcanza, y además este mes no voy a poder pagar el alquiler. Lo sabía desde hace días, pero ahora que llegó la fecha, el peso de esa realidad se siente como un golpe en el estómago.
El casero ya me avisó que no va a esperar más. Me lo dijo en seco, sin un mínimo de compasión. Si no pago, nos tenemos que ir. Así de simple. Así de cruel.
Me doy cuenta de que, si nadie nos ayuda, si ningún familiar puede acogernos, terminaremos en la calle. Mi madre, enferma y sin fuerzas, durmiendo en una vereda, como tantos otros que veo cada día cuando camino por el barrio. Es una idea que me asfixia, que me quita el poco aliento que me queda. No puedo dejar que eso pase, pero tampoco veo una salida. El alquiler es un muro imposible de escalar, y no tengo cómo atravesarlo.
Es irónico, ¿no? Mientras los de arriba discuten sobre cifras y estadísticas, nosotros estamos acá, al borde de perder lo único que nos queda: un techo. Cada día veo más gente durmiendo en las plazas, en las estaciones de tren, gente que alguna vez tuvo lo mínimo para subsistir y que ahora no tiene nada. Y pienso en nosotros. Pienso en cómo en poco tiempo podríamos ser parte de esa multitud invisible, gente que ya nadie mira, que ya nadie ayuda.
La impotencia me carcome. Trato de mantener la calma frente a mi madre, pero cada vez es más difícil esconder el miedo, la desesperación. No tengo dónde ir. Los pocos familiares que nos quedan están en la misma situación, sobreviviendo a duras penas. No hay espacio para nosotros, no hay manos que puedan sostenernos en este momento.
El casero no es una mala persona, lo sé. Pero él también tiene sus problemas, también necesita el dinero para seguir adelante. No puedo culparlo, aunque me duela. A veces pienso en cómo llegamos hasta acá. En cómo en tan poco tiempo pasamos de tener lo justo para vivir a no tener nada. Todo se fue derrumbando tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar, de buscar una salida.
El otro día vi a una familia entera, con los pocos muebles que les quedaban, en la vereda de la calle. Los hijos dormían abrazados a una frazada, mientras los padres miraban el vacío, con los ojos apagados, como si ya no tuvieran fuerzas ni para llorar. No pude evitar pensar en mi madre y en mí, en cómo podríamos terminar igual. Y no sé si sería capaz de soportarlo.
El odio que siento hacia los que nos gobiernan, hacia esos hombres de traje que nunca pisan una villa, que nunca ven lo que realmente pasa en las calles, es tan grande que a veces no puedo controlarlo. Ellos nos hablan de esfuerzos, de paciencia, de que todo mejorará con el tiempo. Pero, ¿qué saben ellos de esperar? ¿Qué saben ellos de lo que significa no saber dónde vas a dormir mañana? No tienen ni idea de lo que es vivir con el miedo constante de perderlo todo, de caer en un pozo del que no hay retorno.
Y para colmo, los medios siguen pintando una realidad distorsionada. No hablan de nosotros. No hablan de la gente que ya no puede más. En cambio, llenan las pantallas de sonrisas y promesas vacías. A veces me pregunto si todo esto es a propósito, si están decididos a hacernos invisibles, a fingir que no existimos. Porque, si no nos ven, no tienen que hacer nada por nosotros. Si nadie nos ve, no importamos.
Por momentos siento que la tristeza me envuelve por completo. Es como una sombra que me sigue a todos lados, una nube negra que no se disipa. Miro a mi madre, cada vez más débil, cada vez más apagada, y siento que me estoy quedando sin tiempo. Quiero salvarla, pero no puedo. No tengo los medios, no tengo a dónde ir. Es una sensación de impotencia tan profunda que me deja paralizado.
Siento un nudo en la garganta. Trato de mantenerme fuerte, pero la verdad es que estoy al límite. No sé cuánto más puedo aguantar. No sé qué voy a hacer cuando el casero venga a echarme. No sé a dónde vamos a ir. Y lo peor de todo es que, mientras yo me ahogo en este mar de desesperación, los que deberían ayudarnos siguen de espaldas, con las manos en los bolsillos, discutiendo sobre política como si eso nos diera de comer.
Estoy cansado. Cansado de luchar contra un sistema que no me escucha, que no me ve. Cansado de tratar de mantenerme a flote cuando cada día es más difícil respirar. Cansado de sentirme invisible, de ser uno más entre los olvidados. Y por más que quiera seguir adelante, por más que quiera encontrar una salida, siento que el camino se está acabando.
Quizás mañana sea el día en que lo pierda todo. Quizás mañana sea el día en que finalmente caiga. La incertidumbre me consume, como un veneno lento que recorre mis venas. No puedo dejar de pensar en lo que significaría perder nuestro hogar, nuestra seguridad. La idea de quedarnos sin techo se ha convertido en una pesadilla recurrente, un monstruo al acecho en la oscuridad de mis pensamientos.
La angustia se hace más intensa al recordar las historias de quienes, como nosotros, han caído en la trampa de la pobreza. Las calles están llenas de rostros conocidos, aquellos que una vez tuvieron sueños y esperanzas, pero que ahora son sombras de lo que solían ser. ¿Nos convertiríamos en ellos? ¿Sería ese nuestro destino? La pregunta se repite en mi mente, haciéndose cada vez más insistente, más aterradora.
Con el corazón en un puño, intento aferrarme a la esperanza, pero cada día que pasa se siente como un clavo más en el ataúd de mis sueños. No tengo respuestas, solo preguntas que flotan en el aire, y la sensación de que el tiempo se me escapa. Me encuentro sentado en la cama, mirando al vacío, pensando en cómo llegamos a este punto. ¿Cuántas veces más tendré que enfrentar esta lucha sin fin?
Las lágrimas asoman a mis ojos, pero las contengo. No puedo darme el lujo de rendirme. No puedo dejar que mi madre vea mi debilidad. Ella ha luchado tanto y ha soportado tanto dolor. Si tan solo pudiera encontrar un empleo, algo que me permita mantenernos a flote, quizás podríamos evitar lo inevitable. Pero cada puerta se cierra en mi rostro, cada intento se siente como un golpe más en un cuerpo que ya ha sufrido demasiado.
Editado: 05.06.2025