Harago Forest

MEDIANOCHE

Pezzuola, 1985.

            Nunca he sido partidario de los climas calurosos, soy más de esas personas a las que, no sabría decir sí acertadamente o no, suelen llamar: cubitos de hielo. ¿Qué puedo hacer? Me siento más cómodo en el frío, ha sido así desde que tengo uso de razón y no creo que cambie a estas alturas.

            Nos dirigíamos hacia nuestro nuevo destino, con el sol como nuestro guía. Debo confesar que fue lo mejor que pudo haber sucedido. Y creo que mis compañeros piensan lo mismo, lo noto por el semblante que tienen, se les nota más animados. En comparación al día anterior, todo fue distinto: «Una bruma pareció darnos la bienvenida, incluso los árboles hacían que se sintiera un ambiente más siniestro y misterioso, como si nos diera señales de que algo estuviera a punto de suceder. Algo que cambiaría nuestras vidas para siempre.

            »Llegamos al límite de la autopista. Y desde allí, si te inclinabas, podías apreciar el camino zigzagueante que tuvimos que recorrer para llegar a la cima. Antes de subir, creía que no era tan alto, ahora lo empezaba a dudar. Parecía una ciudad en la cima de una montaña. Y claro que no, no era una montaña, pero lo aparentaba.

            »El conductor nos ofreció a un amigo suyo que podría servirnos de movilidad, para llegar antes de la puesta del sol. Lamentablemente, dinero es lo que menos teníamos y esos ladrones nocturnos que mencionó, no nos atemorizaban. Después de recibir una negativa amistosa, le vimos hacer maniobras para dar media vuelta y regresar por el mismo camino que habíamos recorrido recientemente. Se marchó un par de minutos después de haberlo logrado. A partir de allí, tocaba ir a pie, un largo tramo aguardaba por nosotros.

            »No pasaron ni tres horas de caminata cuando las primeras gotas empezaron a caer sobre nuestros cascos. La lluvia empezó a hacerse torrencial a medida que avanzábamos. Llegada la noche, ya era imposible no resbalar sobre la tierra enlodada. El capitán dio la orden para acampar hasta el amanecer o, en su defecto, hasta que la lluvia amainase. Eso no ocurrió hasta salir el sol la mañana siguiente».

 

Después de haber cumplido satisfactoriamente nuestra misión anterior, ahora teníamos una nueva: Pezzuola. Un código rojo. Eso significaba que debíamos partir a toda prisa, y eso hacíamos hasta que la lluvia nos obligó a detenernos y pasar la noche en tiendas de campaña.

            Levanté una mano a la altura de mi pecho, vi en mi reloj que ya casi era mediodía. «Bueno, aún nos queda mucho camino por recorrer», pensé.

            Después de atravesar un largo trecho rodeado de una escasa vegetación, salvo por unos pocos árboles secos que se negaron a perecer y que no hacían más que obligarnos a mantener la vista al frente, pues no era algo agradable de ver; aproximadamente dos kilómetros adelante, ya se lograban apreciar los tejados de las casas, junto a un área verde y extensa que debía ser hacia donde nos dirigíamos.

            Llegamos a la intersección que nos llevaría a la entrada de Pezzuola. Lo reconocí, no solo por los adoquines que la adornaban, sino también porque desde allí pude ver una carreta acercándose hacia nuestra dirección. Iba cubierta por una tela de color crema. «¿Seda?», pensé. Dos caballos iban por delante, guiados por un hombre pulcramente vestido: traje, corbata, sombrero y zapatos que brillaban con la luz del sol. «Debe ser un comerciante», pensé. El capitán dio la orden de hacernos a un lado para que la carreta pudiese pasar libremente y obedecimos. Al hacerlo, el comerciante, en señal de agradecimiento, inclinó su cabeza sosteniendo su sombrero entre sus dedos.

            Seguimos caminando.

            A cierta distancia, volví la vista atrás. Sentí un deseo irrefrenable por averiguar qué tan lejos se encontraba la carreta. Llamémosle curiosidad. Giré y, para sorpresa mía, no vi rastro alguno ni de aquel tipo bien vestido, ni de la carreta. «Es imposible», pensé. Desapareció por completo y nadie se dio cuenta, ni siquiera mis compañeros. Bajé la vista y volví a ver el suelo adoquinado.

           

Casi habíamos llegado. Nos quedaba cruzar un puente de madera, éste hacía posible el tránsito entre el camino adoquinado y la entrada principal. Debajo fluía un río que, más allá de separar la ciudad de todo lo demás, servía para el riego y el consumo. Luego de cruzar ese puente quedaba un tramo más de unos quince o veinte pasos, aproximadamente. En ese momento noté algo que antes no pude: un muro que doblaba nuestra estatura cercaba la ciudad entera; sin embargo, lo que me atrajo realmente fue la bruma que, a pesar del sol abrasante, persistía desde que pusimos un pie en Pezzuola y que permanecía densa sobre la ciudad.

            Tan solo restaban unos pocos pasos para llegar a la entrada principal, en la que se podía leer en lo alto: «Arco de Pezzuola». Aunque dicho arco de color celeste más parecía una herradura estirada, y las letras negras no hacían más que resaltarlo.

            Leí esas palabras una y otra vez…

            «Sentí el suelo moverse, como si el movimiento gravitacional del mundo cambiara y todo se volvió oscuro. No logré adivinar en qué lugar me encontraba. Evidentemente, no era Pezzuola, ¿o sí?

            »Intenté ponerme de pie. En realidad, no supe sí ya lo estaba, solo pude apoyar mis codos contra algo que no logré identificar. ¿Es el suelo? No, imposible. Es similar a… ¡madera! Hice un segundo intento por ponerme de pie y algo me lo impidió, no supe qué era. Palpé tratando de averiguar en donde estaba... Ahora lo sabía: ¡Es un bote! Un bote pequeño (similares a los de pesca, en los que caben dos personas como máximo). ¿Estoy en un río, un lago o en el océano? ¿En dónde demonios estoy? Levanté la vista. Me vi rodeado por una bruma densa, mucho más que la de Pezzuola. Mi intención era una sola: ponerme de pie para tener una mejor vista; sin embargo, apenas logré recostarme sobre la bancada (una madera horizontal que servía como asiento). Iba a intentarlo una tercera vez, pero me vi obligado a detenerme… algo avanzó por encima del bote, a una velocidad imposible de seguir con los ojos. Pareció deslizarse a toda velocidad como un jugador de hockey en la pista de hielo. Transcurrieron unos segundos, que me parecieron interminables, en los que solo pude oír mi respiración que se iba haciendo más agitada e incontrolable. El bote siguió avanzando lentamente. “Eso” que vi momentos atrás, apareció nuevamente y esta vez se detuvo delante del caperol (parte superior de la roda, que forma parte de la proa). Mi corazón latía a mil por hora y, por más que quise, no pude pronunciar palabra alguna. El bote atravesó lentamente su figura y, al hacerlo, se empezó a disolver, el halo rojo que dibujada su silueta se deformó. Esa sombra se había ido, pero… ¿volvería?



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En el texto hay: sangre, paranormal, terror

Editado: 25.06.2022

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