Harry Potter y la Herencia Maldita

1. Compartimiento número siete

—¡Ay, por Merlín! —exclamó una voz al tropezar con el marco de la puerta—. ¡Perdón, perdón! Este baúl tiene mente propia, lo juro.

Theodore Nott alzó apenas una ceja y giró la cabeza, interrumpido en mitad de sus pensamientos. La puerta del compartimiento se abrió de golpe, seguida por el sonido sordo de una maleta que se estrellaba contra el pasillo.

Una chica acababa de entrar. O más bien, de colarse torpemente, arrastrando un baúl dos veces más grande que ella, con una jaula vacía colgando de un brazo y una mochila deshilachada que amenazaba con abrirse por completo.

Theo la miró sin moverse ni un centímetro de su asiento habitual, junto a la ventana. No dijo nada. La escena ya le parecía suficientemente ruidosa.

—¡Hola! —dijo la chica con una sonrisa nerviosa, frotándose la rodilla tras chocar con el borde de un asiento—. ¿Te importa si me siento aquí? Están todos los compartimientos llenos, y este... bueno, este tenía hueco.

Se sentó antes de recibir respuesta.

Theo volvió a mirar por la ventana.

—Yo soy Irene. Irene Caulfield. Nueva en Hogwarts —añadió, como si la información fuera vital para justificar su existencia—. Aunque técnicamente no debería ser nueva. Mi madre estudió aquí, mi abuela también. Pero yo estaba en casa, estudiando con tutores. Cosa de familia. Muy antiguo todo.

El chico no giró la cabeza. Seguía observando el campo que pasaba volando al otro lado del cristal, donde las colinas se ondulaban como si se estiraran en un bostezo interminable.

—¿Y tú? —preguntó la chica—. ¿Eres de Slytherin? Tienes cara de Slytherin. Aunque también podrías ser de Ravenclaw, quizá. Aunque los de Ravenclaw tienen una mirada más… distraída. Tú tienes cara de que sabes cosas que los demás no.

Theo no respondió. Ni una palabra. Ni un gesto. Apenas un pestañeo más lento que el anterior.

***

Todo había comenzado diez minutos antes, cuando subió al tren con el mismo desgano con el que uno vuelve a un lugar donde nunca quiso estar, pero al que siempre regresa. Entró al compartimiento número siete —el mismo donde se sentaba cada año— y se hundió en el asiento más alejado, junto a la ventana. Nadie lo molestaba allí. Nunca.

Abrió la mochila con calma y encontró el pequeño paquete que su padre le había entregado esa misma mañana.

No era grande. Ni pesado. Solo estaba cuidadosamente envuelto en pergamino grueso, sellado con cera negra. La N de los Nott se hundía en el centro del sello con una perfección que lo incomodaba.

Lo abrió.

Dentro, dormía un objeto delgado, dorado, con engranajes minúsculos y una delicadeza casi infantil. Un Giratiempo.

Theo lo sostuvo entre los dedos, apenas unos segundos. No había instrucciones, ni nota, ni advertencia. Solo la certeza de que no debía tenerlo. Que nadie debía.

Lo guardó rápidamente, con una rapidez que no tenía nada de instinto y todo de miedo. Luego se recostó contra el asiento y cerró los ojos.

Y entonces llegó Irene.

***

—¿Estás en sexto curso? —preguntó ella, ya sentada, mientras ordenaba su desorden con una rapidez torpe—. O séptimo, quizá. Tienes cara de los que van adelantados en Aritmancia. Aunque también podrías estar reprobando todo. Tienes una expresión difícil de leer.

Theo suspiró apenas. No por agotamiento, sino por resignación.

Ella no se iba a callar.

—¿Sabes? Mi madre decía que los trenes siempre revelan algo. Como si el movimiento obligara a la gente a hablar más de la cuenta. Quizá por eso los compartimientos son tan pequeños, para que no puedas huir. —Soltó una risita.

Theo giró la cabeza lentamente hacia ella. Su mirada era del tipo que corta conversaciones sin necesidad de palabras. Pero Irene Caulfield parecía inmune a ese tipo de silencios.

—Oh —dijo con un leve rubor al notar el gesto—. No te molesto, ¿verdad? Es que hablo mucho cuando estoy nerviosa. Y este tren me pone nerviosa. Quiero decir, es Hogwarts. ¡Hogwarts! Nunca pensé que realmente vendría.

Silencio.

Theo volvió a mirar por la ventana. El cielo estaba cubierto de nubes. Algunas se enroscaban en espirales bajas, pesadas, como si la atmósfera entera presintiera el año que estaba por comenzar.

El año en que algo —no sabía aún qué— estaba por torcerse sin remedio.

Y mientras Irene continuaba hablando sobre sus clases privadas, su lechuza desaparecida y lo mucho que detestaba las túnicas negras (“tan poco favorecedoras”), Theo mantenía la mente lejos. Lejos de ella, lejos del tren, lejos incluso del castillo al que se dirigían.

Su mente estaba en el paquete que aún pesaba en su mochila como una segunda columna vertebral.

Un Giratiempo.

Y un susurro de advertencia que no necesitaba palabras:

"Esto no es un regalo. Es un recordatorio."

El tren silbó al tomar una curva cerrada. Irene seguía hablando. Y Theo supo —con absoluta certeza— que ese sería un viaje muy largo.

El tren avanzaba serpenteando entre colinas cada vez más sombrías, dejando atrás los campos bañados por la niebla de la tarde. El traqueteo monótono de las ruedas sobre los rieles parecía marcar un ritmo propio, uno que te envolvía lentamente si te quedabas en silencio el tiempo suficiente.

Pero, por desgracia, Theo Nott no estaba en silencio.

—¿Caramelos de caldero? ¿Pastelitos explosivos? ¿Ranas de chocolate, quizá?

La señora del carrito de los dulces se detuvo frente al compartimiento con su sonrisa habitual, ajena al caos que llevaba Irene a cuestas.

—¡Sí, por favor! —dijo Irene con entusiasmo infantil, ya revolviendo su monedero—. Uno de todo. Bueno, no, dos de todo. Nunca se sabe si me dará hambre, ¿cierto?

La mujer rió y empezó a llenar una pequeña bolsita con dulces de colores improbables y formas que parecían vivas. Theo, por su parte, apenas levantó la vista. Hizo un gesto seco con la cabeza, rechazando la oferta.



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En el texto hay: hogwarts, slytherin, theodorenott

Editado: 20.07.2025

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