Hasta la próxima vida

29.El eco de los inviernos

Narra Kiran

Irlanda. Año 1850 de nuestra era

Han pasado siglos de invierno. Desde la última vez que crucé el umbral de la casa de Alina, la nieve ha caído sin parar. Demasiados años desde que el viento se llevó los gritos de una vida que no pude proteger. Demasiados años han transcurrido. Durante veintidós de esos tantos años ningún susurro divino ha tocado mis pensamientos. Ninguna señal de Nekau ha aparecido en mis sueños. El silencio, más cruel que el filo de mil espadas, se ha instalado en mis huesos como un invierno interminable.

Durante siglos he sido testigo de la muerte en todas sus formas: natural, injusta, piadosa. He visto imperios caer, ciudades convertirse en cenizas, amantes despedirse bajo la lluvia. Pero nada, y lo digo con el corazón desgarrado, ha sido tan cruel e inhumano como esos primeros veintidós años de ausencia, de espera sin señales, de castigo sin razón.

Cada noche oscura, los recuerdos de Alina se deslizaban bajo la puerta como un humo espeso, sofocante, imposible de ignorar. Sus ojos, su voz, el calor de sus dedos entre los míos... Todo regresaba con la intensidad de una herida recién abierta. Soñaba con su risa, y al despertar, el silencio del mundo era tan denso que me costaba respirar. Me atormentaba imaginarla envejeciendo. Me atormentaba pensar en su voz desvaneciéndose en el tiempo. Me atormentaba saber que nunca volveré a verla reír.

En medio del vasto océano que fue mi vida, apareció Alex, un rayo de luz inesperado en la neblina.

Alexander llegó como un viento libre, llenando cada rincón de mi soledad sin pedir permiso. Un chico de rostro juvenil y mirada sabia. Lo conocí una noche en un pequeño pueblo costero, y desde entonces ha sido mi aprendiz, mi sombra… y, si soy honesto, mi salvación. No sé por qué el destino lo puso en mis manos, pero en el fondo sé lo que significa: mi última prueba se acerca, tan inevitable como la marea. Con suerte, si es que aún existe tal cosa, también el final de mi sufrimiento.

Hay días en los que lo miro y veo un reflejo de lo que solía ser. No el ser que ahora deambula entre sombras, sino aquel que, en algún momento, creyó que el amor podía salvarnos a todos. Antes de que la muerte tuviera un rostro y un nombre. Antes de que todo se desmoronara.

Las colinas, vestidas de un gris melancólico, se extienden bajo un cielo que nunca parece despejarse. Los caminos llevan consigo el aroma de la tierra húmeda y la hierba silvestre. Caminamos sin un destino claro, como almas perdidas que aguardan una señal que nunca aparece.

—¿Estás bien, maestro? —preguntó Alex en aquella tarde nublada, mientras nuestras botas crujían sobre los adoquines mojados de un pueblo que parecía olvidado.

—Estoy vivo. —Hubiera sido una mentira decir que estaba bien, pero ambos conocíamos la verdad.

Era un día gris, como todos los que pasamos aquí. Caminábamos por un antiguo pueblo de piedra, en silencio, casi deshabitado. Las casas estaban cerradas, las ventanas cubiertas. Era como si el tiempo se hubiera detenido en esa calle.

Y entonces, el tiempo pareció romperse.

En medio del camino, un hombre yacía como un espectro atrapado entre la vida y la muerte. No parecía tener más de cincuenta años, aunque su cuerpo daba la impresión de haber cargado siglos de peso. Estaba gravemente herido, con sangre manando de su costado y una respiración apenas perceptible.

—¿Está vivo? —preguntó Alex, arrodillándose a su lado.

—Por ahora. —Coloqué dos dedos en su cuello—. Llama ayuda. Yo me encargaré de mantenerlo aquí.

Lo levantamos entre los dos y lo llevamos al hospital más cercano, un edificio modesto pero funcional. Los médicos nos preguntaron si éramos familiares. Negamos, pero insistimos en quedarnos, por si llegaba a morir. En caso de que su alma necesitara ser guiada. Eso también forma parte del trabajo.

Pero el hombre despertó.

Con un leve parpadeo y una tos que parecía venir del infierno, abrió los ojos.

—¿Dónde estoy...? —murmuró.

—A salvo —le respondí, mientras Alex le ofrecía un poco de agua.

Después de recuperarse un poco, se presentó: Liam O’Malley, duque de estas tierras. No mencionó cómo había terminado herido. No pregunté.

—¿Cómo puedo agradecerles? —dijo, mirándonos con esa mezcla de nobleza y desconfianza que tienen los hombres acostumbrados al poder.

—No es necesario —respondí, con la neutralidad que la costumbre me ha enseñado.

—Vengan conmigo al palacio. Solo por unos días. Tengo una biblioteca que podría interesarles… —añadió, como si supiera cuál era mi punto débil.

Alex me miró con una sonrisa ladeada y negó suavemente con la cabeza. Me conocía demasiado bien.

—Aceptamos —dije, cediendo ante la tentación de los libros antiguos. Quizá en sus páginas encontraba respuestas que ni los cielos se habían dignado a darme.

El palacio de Liam era menos un castillo y más una mansión solariega extendida sobre una colina. Sus muros respiraban historia, y cada vitral parecía ocultar secretos. Cuando cruzamos los jardines hacia la entrada principal, algo dentro de mí se estremeció.

Algo en el aire se agitó, como si la casa exhalara un suspiro antiguo. No una presencia, sino dos. Voces enterradas en los muros, memorias que se aferraban al mármol y al cristal. Era como si el lugar me recordara.




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