Hasta que el planeta deje de dar vueltas al sol

1

El árbitro pita el final del partido y, para mi decepción, tengo que cargar con la tristeza de perder por tercera vez consecutiva.

Milton, con quien hace media hora empecé a jugar el Pro Evolution, levanta el mando con la mano y pega un grito en señal de victoria. Me está enseñando a jugar en una PS4 (la hermosa consola que fue parte de la última adquisición del hospital para la sala de diversión), y apenas me estoy acostumbrando a las mecánicas de los videojuegos y el control con los mandos y gatillos.

—Me alegra que hayas progresado con respecto a las partidas de la semana pasada —comenta mi amigo mientras regresa al menú principal para escoger nuevamente a los equipos que tendrán que enfrentarse—. Hoy apenas te he podido ganar con una diferencia de tres goles.

—Supongo que debo dar gracias a que esta mañana mis dedos no se han dado el lujo de estar tan rígidos —respondo mientras busco en la pantalla al Fútbol Club Barcelona, mi equipo favorito de todo el planeta—. De seguro que en algún multiverso donde no tuviéramos que enfrentar la mierda que enfrentamos… te habría dado una paliza.

—Seguramente —Milton deja atrás el apartado de los equipos europeos y se dispone a navegar entre los latinoamericanos. Escoge un tal «Blue Platense» que no me suena de absolutamente nada—. Venga chico, te voy a dar ventaja esta vez —sonríe confiado—.

—Te vas a arrepentir de tomar esta decisión —proclamo.

—Descuida —hace un gesto de arrogancia con la mano—. Te ganaría hasta con el equipo peor rankeado en la lista del PES.

—Ya lo veremos —digo desafiante.

Ambos pulsamos el botón marcado con la X en el mando, como señal de que estamos preparados para comenzar. Sin embargo, mientras esperamos que la pantalla de carga se esfume, escuchamos unos pequeños golpecitos que vienen desde la puerta. Inmediatamente nuestros semblantes pasan de la algarabía al desconsuelo absoluto.

Sabemos de quien se trata antes de divisar su figura detrás del carrito de los medicamentos.

—Buenos días chicos —saluda alzando la mano con mucho cuidado, pues lo que transporta consigo es demasiado valioso, al menos para nosotros—. Ya es momento de que vayan apagando ese aparato. El desayuno está listo.

Milton exhala un lamento en forma de aullido y se queda con la cabeza gacha, consciente de que el mundo real ha vuelto a ganar la batalla y debemos regresar a sus dominios. Yo, que de cierta manera me he acostumbrado últimamente a soportar este tipo de bajones, me limito a hacerle caso y apago la consola.

—Bien jovencito, debes regresar a tu habitación —dice la enfermera Carson mientras aparca el carrito junto a mi mesita de noche y empieza a acomodar en diferentes envases lo que llamamos el «cóctel»—. Enseguida estoy contigo.

Mi amigo asiente con la cabeza y coloca ambos mandos en el compartimento inferior del escritorio donde habían instalado la consola. Chasca los dedos, una forma de mostrar su descontento, y luego se despide de mí con un extraño juego de manos que inventamos para distinguir nuestro grupo del resto.

—¡Qué rico! —exclama al observar el cóctel—. ¡Desayuno de campeones!

—Voy a tomar eso como un cumplido —dice la enfermera Carson inclinando un poco la cabeza hacia la derecha, su curiosa manera de advertirnos que no era el mejor momento para ponernos graciosos.

—Nos vemos al rato, Erick.

—Hasta luego, Mil (le decíamos así de forma cariñosa).

La enfermera Carson se vuelve hacia mí y me sonríe, pero enseguida capto en lo frágil de esa sonrisa que algo no va bien. Ella está por llegar a los cuarenta y casi siempre luce radiante a pesar de lo complicado de su trabajo, no obstante, esta mañana parece apagada. Quien no la conoce, tranquilamente podría decir que es una señora de la tercera edad. Apenas se ha recogido el cabello en una especie de cola de caballo y no lleva maquillaje. Unas enormes ojeras marcan el contorno de sus ojos con un tono violeta y, al parecer, ha llorado, porque los tiene irritados. Debió de enterarse de algo demasiado grave para que se haya cargado de golpe todos esos años.

Por otro lado, me daba la sensación de que lo que recibiría antes, durante o después de degustar el cóctel, eran malas noticias. Tantos años en este hospital, atendido por la enfermera Carson, me daban la habilidad de reconocer ciertos patrones inusuales. No dude en preguntar apenas ella me ofreció el primero de los chorrocientos envases que quedaban por consumir.

—Me queda poco tiempo, ¿cierto? —decidí ir al grano directamente—.

—Ten… —respondió desviando la atención a mi pregunta y entregándome la siguiente dosis sin un ápice de esa cordialidad con la que solía tratarme.

—No hagamos esto más dramático, enfermera Carson. Solo tiene que decirlo. ¿Cuánto tiempo me queda? ¿Meses? ¿Semanas? ¿Días?

—Erick… me temo que yo… solo… no puedo.

—Sea sincera conmigo de una bendita vez, Jessica —la llamo por su nombre de pila para ver si así logro remover todo dentro de ella, un tanto molesto—.

—¡Ahora mismo me vas bajando la voz, jovencito! —replica como si se tratase de mi verdadera madre—. Y hazme el favor de terminar el desayuno.




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