Año doscientos veinte, primavera. Aldea de Ašʹha, Asapfirtə. El aire era denso, vibrante con la anticipación que se expandía entre los habitantes. Los tambores suenan a un ritmo repetitivo y profundo que marca el compás de los corazones que laten al unísono. Uno a uno los aldeanos comenzaron a avanzar hacia el centro de la aldea nómada, donde una figura de un hombre con una túnica negra danzaba en círculos alrededor de una fogata encendida, a pesar de la luz plena de la mañana. Era Aiķəac̄əa, el sacerdote de Amca, el dios de la llama que ardía sin cesar.
Un camino se había formado. A los lados, los guerreros de Ašʹha se alineaban, con sus espadas curvas en alto. Al paso de las jóvenes doncellas, traídas desde cada familia de la aldea, los guerreros descendían sus espadas para golpearlas contra sus escudos, un acto sincronizado que resonaba en cada rincón de Ašʹha. Con cada golpe de espada contra el escudo, un grito se alzaba hacia los cielos, clamando en nombre del dios Amca:
—¡Gran Amca, recibe estas ofrendas de sangre virgen y llénanos de alegría, prosperidad y victorias! ¡No permitas que la tristeza y la agonía caigan sobre nuestro Anaphgaòy Acə!
Mientras tanto, en una de las tiendas apartadas, lejos de la conmoción del ritual, el llanto de un recién nacido llenaba el aire. Aṕša, su madre, lo observaba con ojos de un azul profundo, un cielo de verano atrapado en su mirada. Con suavidad, lo levantó en sus brazos y lo acercó a su pecho, permitiendo que el niño probara el alimento por primera vez.
El niño se calmó al contacto, su pequeño cuerpo encajado en el de ella, con la calidez de la piel de su madre brindándole la bienvenida a un mundo tan vasto y desconocido. En ese instante, el silencio llenó el espacio entre ellos convirtiendolo en momento de intimidad en el que el ruido de la aldea no podía penetrar.
La entrada de la tienda se abrió, y un hombre robusto, de barba tan espesa y negra como un bosque nocturno, se asomó. Sus ojos se posaron en Aṕša y en el niño en sus brazos. Lentamente, se acercó a ellos y tomó al pequeño en sus manos, sosteniéndolo con la fuerza de un guerrero y la ternura de un padre. Se inclinó hacia él y susurró suavemente, tres veces, como si pronunciara un conjuro antiguo:
—Día de dicha y gozo me ha concedido Amca al darme un hijo varón. Tu nombre es Inyħəo, el bendecido de dios.
Al decirlo, sus ojos se llenaron de un fervor profundo, uno que solo los hombres bendecidos por la divinidad podían poseer. Con una última mirada, devolvió el niño a los brazos de Aṕša, confiándole el honor de seguir alimentando a su hijo.
Sin perder un instante, el hombre salió de la tienda y echó a correr hacia el centro de la aldea, hacia el lugar donde el ritual de sangre estaba a punto de consumarse. Cada paso que daba retumbaba en su interior como el eco de una llamada que debía responder. Cuando llegó a la fogata, Aiķəac̄əa ya había alzado un cuchillo ceremonial, su hoja brillante a punto de descender sobre la primera de las jóvenes.
—¡Detén esto, Aiķəac̄əa! —la voz de Acə resonó con la fuerza de un trueno.
El sacerdote detuvo el movimiento, bajando el cuchillo lentamente. Los ojos de Aiķəac̄əa se posaron sobre Acə, fríos y evaluadores, mientras el líder de la aldea continuaba hablando.
—Mi dios me honra con un hijo. Que las jóvenes sean devueltas a sus padres. Estoy tan feliz que no hay necesidad de llevar dolor a los hogares de estas Aţyṕħacəa —declaró Acə con voz firme—. Mi hijo Inyħəo ha nacido.
Las jóvenes, al oír esto, apenas pudieron contener un suspiro de alivio. Había quienes, entre los aldeanos, aceptaban los sacrificios con resignación o fervor, pero para muchos otros, aquello representaba una sombra oscura sobre el ciclo de la vida. Aiķəac̄əa, el sacerdote, frunció el ceño, sus ojos reflejando una mezcla de sorpresa y desafío contenido.
—Pero, Acə —comenzó, controlando la mordacidad en su voz—, usted sabe que si no realizamos este sacrificio, puede caer una maldición sobre su familia y sobre su hijo… Y traerá dolor para toda la aldea.
Acə lo miró con una expresión que no daba cabida a la duda o a la discusión. Su autoridad era incuestionable.
—¿Acaso osas desobedecer mi palabra? —preguntó, cada palabra como un peso irremediable en el aire.
La cabeza de Aiķəac̄əa se inclinó en señal de sumisión.
—No, mi Anaphgaòy Acə —respondió en voz baja, sus ojos aún oscuros con una inquietud que no desaparecía.
Al oírlo, las jovencitas no tardaron en correr hacia sus familias, sus rostros iluminados por una nueva esperanza. Algunos padres extendieron los brazos para recibirlas, otros simplemente las observaron con una mezcla de alivio y temor de lo que este cambio pudiera significar en adelante.
La aldea, contagiada por el momento, estalló en un grito que resonó hasta las montañas.
—¡Larga vida al Anaphgaòy Acə! ¡Prosperidad y victorias a su hijo Inyħəo! —exclamaron todos, como si sus voces pudieran sellar el destino del recién nacido y asegurarle la protección del dios Amca.
Mientras los gritos se apagaban en el aire, Acə sintió una extraña tranquilidad en su pecho. Su hijo Inyħəo había nacido en un día de sangre y de vida, y aunque había detenido el sacrificio de las doncellas, sabía que con ello también había marcado un cambio. Las miradas de algunos aldeanos, particularmente la de Aiķəac̄əa, guardaban una sospecha y un mal augurio.
Pero, por ahora, esa inquietud no era suficiente para opacar el júbilo en su interior. Caminó hacia la tienda donde Aṕša aún sostenía a Inyħəo en sus brazos, su expresión serena, una sonrisa que hablaba de fe y amor. Acə la miró, y por un instante el mundo pareció detenerse, como si el destino de su hijo estuviera solo al alcance de sus manos.
—El fuego de Amca arderá para protegerlo, y mientras mi alma arda en su honor, nada podrá quebrantarlo —murmuró para sí, como una promesa.
En medio de un día de sangre y de esperanza, Inyħəo fue recibido, sin saber que su nombre marcaría un destino tan incierto como el fuego que ardía bajo la luz del sol.
Editado: 28.10.2024