Año doscientos veintisiete, primavera. Pueblo de Iarkup, reino de Asapfirtə. Bajo la luz clara de la mañana, los puestos de telas y especias bordaban las calles de Iarkup con colores intensos y aromas exóticos. La gente caminaba entre los mercaderes, intercambiando palabras en voz baja, ojos atentos a los tejidos que colgaban en filas, como un abanico de tierras lejanas.
Aṕša se detuvo frente al puesto de Acəgʹaršratə, un comerciante con el rostro redondo y una sonrisa acechante que destellaba con cada palabra. Mostraba una selección de telas finas, desplegándolas como si cada una fuera un tesoro.
—Esta, mi querida señora, es una tela traída de tierras muy lejanas —dijo el mercader, sus ojos observando atentamente las reacciones de Aṕša—. Perfecta para confeccionar camisas para su querido esposo o para su hijo.
Aṕša deslizó sus dedos con cuidado sobre la textura suave de la tela. Los tonos carmesí y azul parecían reflejarse en su mirada mientras consideraba la compra. A su lado, Inyħəo, su hijo, observaba con curiosidad y fruncía el ceño, mostrando una expresión de desdén. Cuando su madre notó su mirada fija, le preguntó:
—Inyħəo, ¿te gustan estas telas?
El niño sacudió la cabeza con fuerza y señaló hacia otro extremo del puesto. Había encontrado un tipo de tela distinta, una que brillaba sutilmente bajo el sol y que sus dedos reconocieron como diferente: el tejido era grueso y pesado, pero suave como el pelaje de una criatura desconocida. Aquella tela, de origen animal, era exclusiva, destinada solo para las prendas de la nobleza.
El mercader Acəgʹaršratə lo observó con una sonrisa ladeada y puso su mano regordeta en el hombro del niño.
—Veo que su hijo tiene buen gusto, mi señora Aṕša, pero temo decepcionarlo. Esa tela en particular ha sido traída para los atuendos de AŹğab Agəy, la hija del emperador Alym —dijo, bajando la voz con un tono respetuoso.
Aṕša bajó la vista y se volvió hacia su hijo, quien ahora fruncía el ceño con evidente desagrado.
—Inyħəo, esta tela no podemos comprarla. Además de ser cara, ha sido reservada para la hija del emperador. Debes entender que hay cosas que no están a nuestro alcance.
Pero Inyħəo no parecía estar dispuesto a aceptar esa respuesta. Soltó de tirón la mano de la de su madre y salió corriendo. Tenia inundada la mente de emociones que no podía controlar. Su cuerpo tenso, y su rostro enrojecido de rabia. Sin poder explicarse a si mismo el ardor que sentía por dentro. Era una mezcla de frustración y vergüenza, una sensación de impotencia que lo hacía temblar.
Fue entonces cuando un clamor recorrió las calles del mercado. Un heraldo, con voz potente y resonante, anunciaba la llegada del emperador Alym y de su hija Agəy. La multitud se apartó al instante, creando un pasillo en el que las miradas se centraban con reverencia y temor en la carreta real. Inyħəo, ajeno a la formalidad, se cruzó en el camino, su paso acelerado bloqueando la marcha de los caballos. El Akočegartə, el designado para guiar a las bestias, perdió el control de las riendas en un intento por esquivarlo.
Acə, quien en ese momento compraba granos en un puesto cercano, observó la escena con horror. Sin pensarlo dos veces, corrió hacia la carreta imperial. Al llegar junto al conductor, dio un salto ágil y logró sujetar las riendas, forzando a los caballos a detenerse. La carreta, que había estado a punto de estrellarse contra un puesto de baratijas, finalmente quedó inmóvil.
El silencio cayó sobre el mercado, denso e inquietante, como un presagio de lo que estaba por suceder. El emperador Alym descendió de la carreta junto a su hija, Agəy, y miró alrededor, sus ojos oscuros buscando al causante del desastre. Con una sola seña de su mano, ordenó a sus guerreros capturar al niño.
Inyħəo, asustado pero desafiante, fue arrastrado hasta quedar de rodillas ante el emperador. Alym lo miró con una mezcla de desprecio y curiosidad.
—¿Quién es el padre de este niño insolente? —exigió en voz grave.
Acə se acercó y, sin vacilar, se arrodilló frente al emperador.
—Soy el padre de este niño. Pido perdón, emperador Alym —dijo, bajando la cabeza en señal de respeto.
Alym observó a Acə con frialdad, evaluando cada palabra antes de dar su sentencia.
—Supongo que podría perdonar la vida de tu hijo, ya que has sido tú quien ha detenido la carreta —dijo, con una calma calculada—. Sin embargo, mi decisión es que sea decapitado.
Un murmullo de consternación recorrió a los presentes, y Aṕša, al oírlo, corrió hasta el lugar. Cayó de rodillas junto a su esposo, su rostro casi tocando el suelo polvoriento.
—¡Oh, emperador! ¡Tenga misericordia de nosotros! Tome nuestras vidas a cambio de la de nuestro hijo Inyħəo. Es su séptimo cumpleaños, emperador. Es solo un niño.
Agəy, que había permanecido en silencio, tiró suavemente de la túnica de su padre. Habló en el idioma común, sus palabras lentas y claras.
—Urţ ryṕsy ranažʹ, bzia izbo sab. Abyžʹbatəi symšira šʹala iumyrk̄ʹašʹyn.
Alym la miró, una chispa de ternura asomando en sus ojos al comprender el mensaje de su hija. Agəy quería que el día continuara sin sangre, sin la mancha de una ejecución en su séptimo cumpleaños, que coincidía con el de Inyħəo.
Inyħəo, quien hasta ese momento estaba sujetado contra el suelo, logró liberarse del agarre de los guerreros y levantó la mirada hacia Agəy, con una expresión desafiante y resuelta.
—Veo fuego —dijo, sus palabras resonando con fuerza inusitada—. Un día seré más poderoso que cualquier emperador. Cambiaré el orden para que tus ojos de cielo nocturno no vuelvan a ver el rojo de la sangre.
Alym observó a Inyħəo, divertido, su risa retumbando en el aire.
—Está bien, hija —dijo, volviendo su atención a Agəy—. No voy a cortar la cabeza de estos insolentes.
Dirigió su mirada hacia Inyħəo y, con una voz cargada de ironía, le advirtió:
—En cuanto a ti, niño, espero que encuentres el favor de los dioses, o de lo contrario, veré rodar tu cabeza como tantas otras.
Editado: 28.10.2024