Invierno, año doscientos treinta y cinco. Palacio imperial en Ametallķəa. La capital del imperio de Alym brillaba como una joya en el desierto, rodeada de vastas tierras ricas en metales preciosos. Para los habitantes de estas tierras, Ametallķəa no era solo una ciudad; era el corazón del mundo, el centro del poder y la gloria del emperador Alym.
En los aposentos privados del príncipe Amra, un silencio profundo cubría cada rincón. El joven estaba de pie junto a una ventana de arco alto desde alli observa hacia el este hacia las tierras de su padre. La imagen se extendían sin fin bajo el cielo de invierno. Sus ojos oscuros como una noche sin luna escudriñan el horizonte con una mezcla de ambición y desdén. Para él esas tierras eran más que posesiones del imperio; eran el reflejo de un legado que él mismo había nacido para heredar. Sin embargo, Amra no se sentía satisfecho.
Detrás de él, IrṕšŹou, el comandante del ejército imperial y Eilkaam, el hombre de confianza de su padre y guardián de los secretos imperiales, se acercó en silencio. Eilkaam era un hombre alto y delgado, con una sonrisa calculadora y ojos astutos que parecían siempre analizar cada palabra y gesto. Se inclinó levemente antes de hablar, el respeto en sus palabras disfrazando la cercanía que existía entre ellos.
—Mi apreciado Amra —comenzó Eilkaam, con su voz suave y cautivadora—. Has alcanzado la mayoría de edad, y ha llegado el momento de que tomes una decisión importante. Debes escoger a una jovencita de tu Akosmos para que sea tu primera esposa.
Amra giró lentamente, dejando que sus ojos vagaran sobre Eilkaam, quien lo observaba en silencio, expectante. Sin embargo, la expresión del príncipe era un reflejo de desinterés. Amra avanzó hacia él con calma, una mano firme y gruesa posándose sobre el hombro de Eilkaam, a quien dio tres palmadas ligeras, como si intentara hacerle entender algo sin palabras.
—Sabes tan bien como yo que a quien deseo no se encuentra en mi Akosmos —replicó, su voz grave y cargada de intención—. Ese brote, que pronto cumplirá sus quince, está más allá de mi alcance.
Eilkaam sonrió al oírlo, sus labios se curvaron en una sonrisa cómplice mientras asentía con comprensión.
—Sé bien a quién deseas, mi admirado Amra —respondió en tono bajo, casi como si las paredes pudieran escuchar su confesión—. Pero también sabes que ella no está a nuestro alcance. Agəy, tu hermana, pertenece al Akosmos de tu padre, Alym.
Las palabras de Eilkaam resonaron en la mente de Amra como una sentencia que detestaba, pero también lo alentaban. Desde que ambos eran niños, Agəy había sido algo más que una hermana para él. Ella era un reto, un fuego que ardía en su alma. No la veía simplemente como una figura familiar, sino como alguien que debía pertenecerle, como si el lazo de sangre no fuera más que un obstáculo que debía superar. Los años habían hecho que esa obsesión creciera hasta convertirse en su deseo más profundo.
Amra lo miró fijamente, con el peso de la impaciencia en sus ojos.
—¿Acaso no existe alguna manera para que ella sea mía? —preguntó, cada palabra cargada de un anhelo oscuro.
Eilkaam alzó una ceja gruesa y se acarició la barbilla, su expresión se tornó pensativa. La posibilidad que Amra había planteado era peligrosa, pero la ambición del príncipe no era algo que se debiera tomar a la ligera. Eilkaam sabía que había una forma de cumplir su deseo, aunque el precio podría ser muy alto.
—La hay, mi querido Amra —respondió finalmente, inclinando la cabeza mientras sus labios se curvaban en una sonrisa astuta—. Pero es algo que debe hacerse en secreto y con mucha precaución, pues podría poner en riesgo el futuro del imperio.
La codicia en el rostro de Amra se intensificó al oírlo. Sus labios esbozaron una sonrisa, y en su mente comenzaron a tomar forma las posibilidades de lo que estaba dispuesto a hacer para obtener lo que deseaba.
—¿Cuál es el plan? —inquirió, su voz baja pero llena de intensidad.
Eilkaam se apartó unos pasos, dándose la vuelta para mirar hacia la puerta. Con una calma casi ensayada, se giró para enfrentar al príncipe.
—Solo déjelo en mis manos, mi querido Amra —respondió con un tono que no dejaba lugar a dudas—. Permíteme encargarme de tu padre, y tu hermana Agəy será tuya.
Amra asintió, tenia los ojos llenos de una confianza sin reservas en Eilkaam. Es consciente del talento de su consejero para resolver los problemas, para deshacerse de los obstáculos sin que nadie sospeche. Había visto de lo que era capaz en numerosas ocasiones, y sabía que, si alguien podía llevar a cabo un plan como este, era él.
El silencio volvió a llenar la habitación mientras Eilkaam se alejaba, cada paso resonando en el suelo de mármol del palacio. Amra lo observó hasta que desapareció tras la puerta, y solo entonces permitió que su máscara de serenidad se rompiera ligeramente. Una chispa de emoción brilló en sus ojos mientras su mente imaginaba la victoria que le esperaba.
Amra es conciente que lo que esta a punto de hacer podría cambiar la historia de su dinastía. Tomar a Agəy como suya significaba no solo desafiar la ley, sino el destino de un imperio entero. Pero para él, el imperio y su destino no eran más que herramientas para obtener lo que deseaba. La ambición de su padre, que había construido el imperio más grande que estas tierras habían visto, no era nada comparada con el fuego que ardía en su interior.
Observó otra vez hacia el horizonte, su mirada perdida en las vastas tierras del este. Sabía que dentro de esas montañas y valles, aquellos que se resistían al poder imperial aún existían, los ecos de las antiguas rebeliones latían bajo la paz forzada por Alym. Pero, para Amra, nada de eso importaba. Lo único que deseaba era ver el imperio a sus pies, el poder absoluto en sus manos y a Agəy a su lado.
Sabía que la paciencia era una virtud que su padre veneraba, pero también entendía que, a veces, el poder no venía de la espera, sino de la acción. Para él, esta era otra oportunidad para apoderarse del trono, no solo como hijo de Alym, sino como alguien capaz de moldear el mundo a su propia imagen.
Editado: 28.10.2024