Hasta que nos volvamos a ver (próximamente en Físico)

5. Pulgarcita

Capítulo dedicado a mi gran amiga, la más loca de todas, María Rodríguez.

***

 

Hola de nuevo, pulgarcita…

Lamento el descargue de ayer. Me había prometido no hablar de mi enfermedad, pues este es mi espacio seguro, ese en el que puedo olvidar, por un rato, mi cruda realidad, pero luego de nuestra charla con los médicos, el miedo y la frustración se apoderaron de mí.

Esta mañana le he dado a la meseta del lavamanos un golpe con el pulgar. Debo admitir que vi la luna, el sol y las estrellas de lo mucho que me dolió y maldije a mi hermano de formas no muy bonitas. No fue su culpa, él ni siquiera estaba presente, pero podía imaginarlo en el fondo de mi mente burlándose de mi torpeza, así que ofenderlo fue mi primera reacción. Luego terminé riendo como un tonto y no, no me he vuelto bipolar desde la última vez que nos vimos, es solo que me acordé de ti.

Ya sabes, pulgar, pulgarcita… tal vez es tonto, pero inmediatamente vino a mi mente el día en que te bauticé con ese nombre. Esa mañana me gané una mirada de mala leche de tu parte y el dedo del medio de tu mano derecha con todo su esplendor, pero valió la pena. Ah, eso, y el cupcake que le metiste a Noah a la fuerza en la boca por gilipollas.

Tú pensaste que me estaba burlando de ti, nada más lejos de la realidad. Solo estaba celoso. Celoso de mi hermano y darme cuenta de eso, no fue muy agradable para mí. Nunca me había pasado; pero en ese entonces, Noah tenía algo que yo no; un sobrenombre para ti.

Te llamaba “pastelito” todo el tiempo y sé que al inicio tú lo veías como una ofensa, pero yo, como tercera persona, veía algo totalmente diferente. Le caías bien a mi hermano por mucho que él se esmerara en ocultarlo y lo sé porque había una dulzura un tanto rara en el modo en que pronunciaba esa palabra. Conocía a mi gemelo tanto o más que a mí mismo y saber que él había encontrado una forma de llamarte, convirtiendo su relación en algo un poco más especial, no me gustaba. Así que estuve días buscando un sobrenombre divertido y que sonara bien hasta que lo encontré.

Lástima que haya decidido usarlo en el peor momento posible, pero ¿qué iba a saber yo que mi gemelo había colmado tu cuota de paciencia por ese día?

¿Lo recuerdas?

Su pregunta me remonta a esa mañana.

Todo auguraba que sería un día grandioso. Los gemelos llevaban alrededor de un mes siendo mis vecinos; el de sonrisa bonita era un amor, el otro un impresentable, pero, de alguna forma, asumimos la costumbre de ir juntos a la escuela. No quedaba muy lejos de nuestro vecindario, solo debíamos atravesar un parque y estábamos frente a la gran verja de hierro oxidada. Nuestros padres nos dejaban ir solos, o, mejor dicho, su madre los dejaba a ellos y la mía, ya que ellos tenían once años y se suponía que eran más maduros, me permitía acompañarlos.

El punto es que íbamos y regresábamos a diario y Hayley, mi mejor amiga, de vez en cuando se nos unía. No siempre porque no aguantaba a Don Insoportable. Yo tampoco, pero me lo tragaba con tal de ser amiga de Nathan y debo admitir que debía hacer uso de toda esa paciencia que había adquirido al tratar con mis hermanos menores, sin embargo, Noah tenía un don increíble para colmármela.

Ese día iba decidida a ignorarlo, a no permitir que ninguno de sus comentarios desagradables me incomodaran. Suspiré profundo en innumerables ocasiones para no molerlo a golpes por pasar por mi lado y golpear mi hombro con brusquedad o jalarme una de mis bien cuidadas trenzas o no romperme la crisma cuando me hacía una zancadilla. Dios, solía preguntarme cuanto podía molestar una persona en los míseros cinco minutos que duraba nuestro recorrido, pero ese chico tenía arte para el trabajo.

Llegamos a la escuela, gracias a Dios, porque estaba muy, pero muy cerca de tomar la primera piedra que encontrara en mi camino y lanzársela por la cabeza. No soy una chica violenta, pero él sacaba lo peor de mí.

El pobre Nathan intentaba interponerse entre nosotros o le llamaba la atención a su hermano que, en respuesta, solo se encogía de hombros alegando que yo siempre estaba en el medio. El punto es que no le hacía ni el más mínimo caso.

Luego de dos horas interminables de clases, llegó la hora de la merienda y, ¡Dios!, tengo admitir que amaba horriblemente ese momento. Salí del aula con mi lonchera junto a Hayley y nos dirigimos al lugar de siempre, un banco bajo una mata de almendra y nos sentamos a merendar.

Yo llevaba mi característico pan tostado con queso, mi botellita de jugo y dos cupcakes. Sí han notado mi obsesión desmedida por los dulces, ¿verdad?

—Ahí va Don Impresentable y su séquito igual de impresentable —murmuró Hayley a mi lado, señalando con su barbilla hacia el frente.

Rodé los ojos al ver a Noah y a los idiotas con los que solía juntarse. ¿Por qué los idiotas siempre atraían a otros idiotas? Era una pregunta a la que no lograba darle respuesta. Pensaba que después de Diego, el imbécil principal hasta que llegó el gemelo malvado, no conocería a nadie peor; pero mira la de vueltas que da la vida. Mi vecino era terriblemente más malo.




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