En el vibrante corazón de la antigua Babilonia, bajo un cielo tan amplio que parecía cargar con el peso de los dioses, vivía Kiran Azid, un joven de veintidós años que estaba destinado a asumir grandes responsabilidades. Era el hijo mayor de una familia noble, preparado para ocupar un alto cargo en la corte del rey, un puesto que su padre, un hombre estricto, pero justo, había llevado con honor y disciplina.
Las primeras luces del amanecer ya encontraban a Kiran despierto, sumergido en los rigores de su educación: estudiando leyes, la historia del imperio y el arte de la diplomacia. Su padre, siempre atento, observaba con severidad la dedicación de su hijo, pero sin perder nunca esa chispa de ternura que reservaba para los momentos familiares. Era un hombre que entendía que la fuerza debía ir de la mano con la justicia.
En la casa, lejos de las formalidades, había otro tipo de autoridad: la de una madre cariñosa que, con sus manos, tejía la calma y el amor que aliviaban las exigencias del linaje. Su mirada, llena de preocupación y esperanza, se posaba con ternura en sus cuatro hijas menores, quienes transformaban cada rincón del palacio en un refugio de risas, canciones y bailes improvisados, como si quisieran desafiar al tiempo mismo con su inocencia.
Y entre esos rostros, estaba Leila, su prometida, hija de un comerciante adinerado que había cruzado su camino en un día cualquiera en la bulliciosa calle del comercio. Un encuentro casual, casi fortuito, que desató una conexión silenciosa y firme, tejida con miradas cómplices y gestos sutiles. Leila representaba la promesa de un futuro que Kiran acariciaba con la misma devoción con que cuidaba a su familia.
En un acogedor salón decorado con tapices vibrantes y mesas llenas de frutas y pan de dátiles, ambas familias se habían reunido para disfrutar de un momento de alegría. La risa resonaba en el aire, acompañada por el tintinear de copas de cerámica y el delicioso aroma del vino especiado. Se discutían los planes para la boda entre bromas y promesas, mientras los niños corrían felices, ajenos a los problemas que acechaban más allá de las paredes.
Kiran sonrió al ver a Leila charlando animadamente con su madre, y por un instante, el peso del mundo pareció desvanecerse, dejando solo el resplandor de la felicidad compartida.
Así pasaban los días en Babilonia, bajo la imponente sombra de un destino que aún no mostraba su rostro, pero que se acercaba con la inevitable certeza de una tormenta que ningún muro podría detener.
La noche había caído tranquila sobre Babilonia. El aire estaba impregnado de aromas dulces, y el silencio se sentía como una bendición después de la alegría del día. Pero esa calma no iba a durar. Desde lo alto de las murallas, el cuerno de alarma rompió la tranquilidad como un mal augurio. El sonido era agudo, prolongado, y se repetía una y otra vez. Un ejército enemigo se acercaba.
Dentro del palacio, las risas se apagaron de golpe. Las puertas del salón se abrieron de golpe. Un grupo de guardias entró corriendo, pálidos y sudorosos.
—¡Rápido! ¡Debemos salir! ¡La ciudad está bajo ataque!
El caos estalló de inmediato. Nadie sabía qué camino tomar. Padres llamaban a sus hijos. Madres abrazaban a sus pequeños. Algunos intentaban recoger lo esencial, mientras que otros simplemente huían. Kiran y su familia, junto con los padres de Leila, fueron guiados hacia las puertas traseras, pero la confusión, el humo y la desesperación hicieron imposible que se mantuvieran juntos. Pronto, cada uno se perdió entre la multitud.
En las calles, la capital de la gran Babilonia ardía.
Las casas se desmoronaban. El fuego trepaba por las paredes como una bestia salvaje. La gente corría en todas direcciones. Algunos caían bajo las flechas, otros eran capturados por los soldados enemigos. Los gritos resonaban en el aire: gritos de terror, de sufrimiento, de muerte.
Kiran corría por las calles, empujando cuerpos y esquivando llamas, con una sola idea en mente: encontrar a su familia... encontrar a Leila. La desesperación lo guiaba más que la razón. Miraba cada rostro, cada esquina, buscando un solo indicio de los suyos.
Y entonces los vio. Sus padres estaban rodeados por soldados junto a una fuente de piedra. Su padre, con la frente en alto, luchaba con una pequeña daga. No fue suficiente. Una lanza atravesó su pecho. Su madre cayó junto a él, abrazándolo hasta el final. No gritó. Solo cerró los ojos y lo acompañó en la muerte. Kiran quiso correr hacia ellos, pero no pudo. Sus piernas temblaban, su voz se quebraba.
Y cuando pensó que no podía soportar más dolor, la vio a ella. Leila. Sola, arrastrada por uno de los soldados. Luchaba por liberarse, gritaba su nombre. Kiran corrió, con el alma en llamas. Pero fue demasiado tarde. Una espada descendió. El golpe fue certero. Leila cayó al suelo como si el tiempo se detuviera solo para presenciar cómo su luz se apagaba.
—¡NO! —rugió Kiran.
Trató de alcanzarla, de llegar a su lado, aunque fuera para sostener su mano por última vez. Pero antes de que pudiera hacerlo, una figura emergió de las sombras. Alta, cubierta con una túnica oscura. No dijo su nombre. Solo lo sujetó con fuerza.
—¡Suéltame! ¡Déjame ir con ella!
—No hoy —dijo la voz, grave y profunda—. Hoy no mueres.
Lo arrastró lejos del cuerpo sin vida de Leila. Kiran luchó con todas sus fuerzas, pero el dolor lo estaba rompiendo. Apenas podía respirar.
Justo antes de perder el conocimiento, levantó la vista una vez más. Y entonces las vio. Sus hermanas. Las cuatro. Entre las llamas y los gritos, eran arrastradas por soldados enemigos. Lloraban. Gritaban su nombre. Extendían los brazos hacia él, pidiendo ayuda. Y él, sin poder hacer nada, se dejó caer en la oscuridad.
Cuando Kiran abrió los ojos, el mundo ya no era el mismo. La brisa de la mañana traía consigo el aroma de la ceniza y la sangre. El cielo, aún oscuro, comenzaba a teñirse de un gris sucio. A su alrededor, solo quedaban ruinas humeantes, piedras quebradas y el eco lejano del sufrimiento. Estaba atado de pies y manos, con la espalda apoyada contra lo que quedaba de una columna. El mármol, que alguna vez fue blanco, ahora estaba manchado de hollín y tierra.
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Editado: 29.05.2025