NARRA KIRAN
China. Año 5 de nuestra era.
Había cruzado continentes, océanos y siglos. Sin embargo, el peso persistía. Como una piedra clavada en mi pecho, como un nombre olvidado que aún susurra desde lo más profundo.
Caminar entre los árboles de ese bosque desconocido no era diferente a vagar por las ruinas de mi propia historia. Los troncos altos y esbeltos se mecían como antiguos centinelas, y el viento danzaba con sus hojas como si intentara hablar un idioma que mi alma ya no recordaba.
Era un viajero sin patria. Un espectro sin tumba.
Desde el día que vi mi hogar convertido en cenizas y escuché la voz de mi madre por última vez, el tiempo mismo había perdido su forma. La imagen de mi padre se escurrió entre mis dedos como arena. La risa de mis hermanas se había desvanecido en un eco tan tenue que a veces me preguntaba si alguna vez había sido real.
Y ella... Ella, con el cabello oscuro entretejido con flores, su risa brillante, la promesa de un futuro que ya no existía. Su rostro era el único que deseaba recordar con desesperación. Quizás por eso lo olvidaba cada vez más.
Ser un presagio de muerte no es lo que la mayoría de la gente imagina. No hay alas doradas. No hay música de otro mundo. Solo silencio. Silencio, y la maldición de seguir existiendo cuando todo lo demás se ha desvanecido.
Los humanos me temen. Los dioses me castigan. Y camino, solo.
Fue durante ese paseo, uno entre miles, que oí el primer grito. Me detuve.
De repente, los sonidos de la naturaleza se apagaron, reemplazados por el forcejeo, los gritos y el llanto ahogado de una joven que luchaba por liberarse de manos crueles. Cinco hombres la arrastraban con brutalidad entre los bambúes. Su túnica de seda blanca estaba cubierta de tierra y hojas. Sus pies descalzos se hundían en el barro, pero, aun así, ella se resistía.
No era mi problema. No debía intervenir. Mi castigo era ser un espectador, no un actor. Y, sin embargo...
Algo se agitó dentro de mí. No era rabia, era algo más profundo. Un eco antiguo. Humano. Un recuerdo de cuando aún era Kiran, el hijo mayor de Azid, quien defendía a sus hermanas del frío y de aquellos que habían intentado lastimarlas.
Me acerqué despacio, tratando de no ser descubierto.
—Cinco contra uno —dije, manteniendo la voz baja—. ¿Así es como se comportan los hombres en esta tierra?
Los atacantes se dieron la vuelta, sorprendidos. Uno de ellos, el mayor, me señaló con un dedo manchado de sangre.
—Esto no te concierne, forastero. Vuelve por donde viniste si no quieres salir herido.
—Aún tienes tiempo —dijo otro, riendo con desdén—. A menos que quieras compartir su destino.
No respondí de inmediato. Solo los observé con calma. Mis ojos no mostraban miedo, solo un cansancio infinito, ese que solo conocen aquellos que han enterrado a todos los que amaron.
Miré a la joven. Sus ojos se encontraron con los míos. Oscuros, intensos. No pedían ayuda. No rogaban. Solo mostraban dignidad. Dolor, sí, pero sin rendición. Sentí algo estremecerse dentro de mí.
Di un paso más. Ellos desenvainaron sus armas. Yo no me moví, solo desenvainé la mía, recordando el día en que Nekau me la entregó como un recordatorio de por qué me convertí en lo que soy ahora.
—Cierra los ojos —le dije a la joven, con una voz suave, como si le hablara a un recuerdo.
Ella parpadeó, sorprendida. Pero no preguntó. Solo cerró los ojos.
Y en ese instante, todo cambió. El tiempo pareció encogerse. El bosque guardó silencio. Y ellos murieron. Uno a uno, sin gloria, sin ruidos. Solo la certeza de que jamás debieron tocarla.
Fue sencillo acabar con ellos; nunca vieron venir la sombra que los reclamó ni la mano de quien los envió al otro mundo.
Y yo... desaparecí.
Como el viento entre los árboles.
Después de unos minutos, Ella abrió los ojos lentamente. El único sonido que rompía el silencio era el crujir de las hojas bajo sus pies. Miró a su alrededor y vio los cinco cuerpos yaciendo inmóviles sobre la tierra. Sus ojos se abrieron aún más, pero no gritó.
De repente, el sonido de los cascos de los caballos interrumpió la quietud. Un hombre mayor, con una presencia imponente y una mirada endurecida por los años, descendió de su caballo en cuanto la vio.
—¡Mei! —exclamó, corriendo hacia ella—. ¿Estás herida?
La abrazó antes de que ella pudiera contestar. A su alrededor, los soldados se movían, inspeccionando los cuerpos con expresiones tensas.
Ella negó con la cabeza, aun temblando.
—Alguien... me salvó —murmuró, más para sí misma que para él.
El hombre la miró con el ceño fruncido, buscando entre los árboles.
—¿Quién?
Ella no respondió. Porque no había nadie. Solo el susurro del viento entre los bambúes. Y una sombra lejana, ya perdida entre los siglos.
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Editado: 29.05.2025