Haunter 3 - Los Ojos del Cazador

Votos

El lugar donde se realizaría la boda quedaba en Topanga Canyon, en Santa Mónica, a una hora de Los Feliz cuando se alineaban las estrellas. Así que salimos a las ocho treinta de la mañana, rezando para que los dioses del tránsito nos permitieran llegar a tiempo. Tuvimos suerte.

El lugar era increíble. Alcancé a ver la plataforma de madera elevada en forma de anfiteatro, rodeada de árboles, donde tendría lugar la ceremonia. Y hasta tuve un vistazo del prado donde se haría la fiesta, sombreado por larguísimas tiras de tela blanca.

Pero una chica, con una credencial al pecho que decía Fay, apareció corriendo, le dirigió una sonrisa fugaz a Brandon, y me secuestró. Jamás llegué a ver dónde se cambiarían los hombres, porque Fay me llevó al edificio principal. En el segundo piso, el amplio salón de fiestas había sido convertido en un vestuario, con todos los percheros de los vestidos, cambiadores y largas mesas con espejos y luces, para que maquilladoras y peluqueras embellecieran a las damas.

Ya había media docena de mujeres preparándose. Todas parecían hablar español, y luego supe que la mayoría de los invitados que vestían de azul habían venido desde la Patagonia, para compartir con Silvia una fecha tan importante. Háblame de buenos amigos.

Fay me llevó a un cambiador vacío y me dijo que me desvistiera. Un momento más tarde me trajo el vestido que me probara dos días antes, y zapatillas bajas forradas en encaje azul oscuro. Así que me puse mi traje de princesa élfica y salí para que me subiera el cierre de la espalda.

Escuché las exclamaciones de las mujeres y me volví hacia ellas. Para mi gran sorpresa, alababan cómo me veía. Una de ellas, tan menuda como yo, se me acercó para presentarse, llevándome a conocer a las demás. No me pregunten los nombres, pero eran la hermana menor y las amigas de Silvia. Todas se veían fabulosas en sus atuendos, y los vestían con tanta naturalidad, que parecían acostumbradas a esa clase de ropas.

Fay volvió a secuestrarme para sentarme ante un espejo, donde pasé la media hora siguiente. Y si me preguntan mi opinión, de todas las veces en que tuviera que vestirme para la ocasión en el último año, ésta fue la que más disfruté.

Después de aplicarme muy poco maquillaje para que me viera como una frágil princesa, peinaron mi cabello en amplias ondas, recogieron los mechones de mis sienes tras mi cabeza y me pusieron una tiara de eslabones plateados que se ajustó a mi frente, con delicadas cadenillas colgando sobre mi pelo hasta los hombros. Viéndome en el espejo, y a las amigas de Silvia, me pregunté cómo se vestiría ella, porque cualquiera de nosotras podría haber pasado por la novia.

Para cuando estuve lista, otra media docena de mujeres estaban en proceso de vestirse y arreglarse. Fay me mostró una fila de casilleros y me dio la llave de uno, para que guardara mi ropa y mi teléfono, antes de llevarme a la planta baja, donde me reuní con las amigas de Silvia. Sus edades iban de los veintiséis a cuarenta y algo, y eran todas tan simpáticas, que aunque hablaban poco inglés, se las compusieron para hacerme sentir cómoda.

Cuarenta minutos después, todas las mujeres vestidas de azul estábamos listas. Fay nos asignó números para que nos alineáramos, explicando que escoltaríamos a Silvia hasta el tope de las escaleras de acceso al anfiteatro. Los hombres llegarían desde el otro lado, y formaríamos pares con ellos para seguir a Silvia a través del anfiteatro hasta la plataforma de la ceremonia.

Una voz llena de energía habló detrás nuestro, interrumpiéndonos.

—¿Y bien? ¿Estamos listas?

Giramos todas para soltar exclamaciones y alabanzas al ver salir a Silvia. Su vestido no era muy diferente a los nuestros, pero era más delicado, y tenía muchos más detalles y ornamentos. Era del mismo color plata pálido que nuestros adornos, bordado con perlas y un millón de pequeños detalles. Llevaba una tiara para rematar por millones de dólares, con largas cadenillas de plata que enmarcaban su cara y los largos aretes, de la misma cadenilla y perlas. Y sobre la tiara, llevaba una corona de flores que la hacía parecer la reina de las hadas. Se veía radiante bajo el sol, que destellaba en los adornos de plata de su vestido. Vestía un par de mitones de malla exquisitos, que le rodeaban la muñeca y cubrían el dorso de sus manos, para terminar en anillos de plata que se ajustaban a sus dedos índice.

—Si no les importa, me gustaría casarme antes del lunes, chicas —bromeó.

Sus amigas se apartaron, con profundas reverencias que la hicieron reír.

—Dios te bendiga, S —le susurró Fay, entregándole un gran ramo de lirios blancos en un ancho moño plateado.

Y ahí fuimos, en prolija línea tras ella, hasta el descanso antes de acceder al anfiteatro. Allí, las filas de asientos ya estaban ocupadas por otros invitados, todos vistiendo atuendos medievales. Pero en la plataforma, todos los asientos de la mitad derecha permanecían desocupados, porque eran para nosotros. Al otro lado de la plataforma, bajo un toldo rústico de tela blanca sostenido por delgados troncos, decorados en flores rojas, azules y blancas, esperaban los rojos: Jim Robinson bajo el toldo, con su hermano y Liam McDonnell, el otro guitarrista de No Return, a su lado.

Vestían casacas medievales blancas con mangas largas acampanadas, y encajes en los cuellos y puños. Chalecos de cuero negro hasta los muslos y anchas bandas rojas, que colgaban del hombro izquierdo a cruzar el pecho. Pantalones negros y altas botas de cuero. Largos mantos rojos cubrían sus hombros, para caer hasta los topes de sus botas. Liam McDonnell sostenía un pendón vertical rojo de ruedos de oro, con un gran sol dorado bordado en el centro.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.