Hazel (el otro Radwulf 1)

Capítulo I

El noventa y tres por ciento de Duhjía fue afectado, de una forma u otra, por el ataque de los Monstruos del Abismo, bajo las órdenes de Tarsinno de acabar con cuanto ser humano se encontraran. Casi dos días después, y sin señales de peligro, los soldados que todavía se mantenían en pie tras haber arrastrado hacia las catacumbas a sus compañeros heridos, salieron buscando más suministros y transporte. Lo poco que sabíamos, era que el desquiciado noble había tomado rumbo hacia Quajk, así que nuestros valientes soldados arriesgaron sus vidas para proveernos de una vía de escape en la dirección contraria.

Los Dioses procuraron que todo saliera bien y los sobrevivientes consiguiésemos los suficientes caballos como para cargar a los heridos y ancianos. Los jóvenes, debíamos permanecer cerca de los carros, y armarnos de fuerzas para el viaje que terminaría a la mañana siguiente.

Pero no pude seguir a los otros sin más.

Un momento de descuido de mi nana, fue todo lo que bastó para que yo corriera de vuelta a los restos del Palacete, y viera con mis propios ojos el estado en que había terminado mi hogar.

No importó que los soldados se tomaran un tiempo para recoger a los caídos, y reunirlos en la pira funeraria que encendieron en la plaza central de la ciudad. Justo frente al Palacete. No importó, porque no había forma de que gastaran tiempo en limpiar la sangre entre la destrucción. No importo... porque, de igual forma, encontré el colgante de mis padres sobre la sangre seca. Sangre que sin duda era de mi padre, pues él llevaba el colgante –símbolo de su unión con mi fallecida madre– colgado de su cuello allá donde estuviera.

Todo en lo que podía pensar, era en los últimos momentos que estuve a su lado. Nuestras tontas discusiones, su apoyo incondicional, la forma en que siempre acariciaba mi cabeza ignorando mis quejas...

Huérfana.

Mi peor temor se volvió realidad. Y una realidad a la que no fui capaz de reaccionar, hasta que mi nana me levanto del piso ensangrentado.

—Niña, ¿qué haces? Tenemos que irnos —dijo, viendo a nuestro alrededor con aprensión, antes de detenerse en la medalla en mis manos—. Oh, querida niña.

Me abrazo y arrulló, pero era inmune al calor de su cuerpo. Aun cuando una vocecita me instaba a continuar, a vivir a pesar del dolor, me sentía sumergida en la fría corriente de un río. Presa, sin poder mover mis brazos y piernas, sin poder alcanzar el aire exterior.

—Vamos, Hazel. No hay nada que podamos hacer —insistió, jalandome hacia las maltrechas escaleras.

—Espera —murmuré con voz seca, antes de zafarme de su agarre y correr nuevamente por el pasillo.

Rápidamente encontré mi estudio, y aun entre el desastre de lienzos y pinturas esparcidas, logre coger la mayor parte de los frascos y pinceles todavía intactos, encontrándome con mi preocupada nana en la puerta.

—Vamos —susurró, sosteniendo mi mano como cuando era pequeña.

Nos reunimos con el par de soldados que le habían acompañado en mi busca, y luego cruzamos media ciudad hasta la caravana que se hallaba lista para partir.

El largo viaje, en que solo nos detuvimos una vez para descansar durante la noche, fue una gran distracción a mi dolor. El escozor de las heridas en mis pies, la sed y el ardiente cansancio de mis músculos. Otro dolor, bien recibido.

Fui una de las primeras personas en ver la devastación, puesto que me había empecinado en ir tras los pasos de los soldados que abrían el camino, haciendo de sus hallazgos mis hallazgos. Cada paso, cada mirada, cada bocanada de aire viciado con sangre y podrido. Mi profunda certeza de que aún había un Radwulf que proteger, recibió recompensa cuando nos encontramos frente a un puñado de soldados de la ciudad Real.

Fuimos rápidamente guiados a un par de entradas subterráneas, y hacia las catacumbas en las que nos recibió una hermosa mujer. El contraste entre su largo cabello marrón oscuro y ojos dorados, que analizaban con dureza a cada persona en que se posaban, me intrigó durante unos momentos.

—Sean bienvenidos. Mi nombre es Noemia, mano izquierda y consejera personal de su majestad Amilcar, y actual Custodia del príncipe Ambón. —Saludo, paseando sus ojos por todos los que nos congregamos en aquella especie de "sala"—. Siéntanse tranquilos, coman, beban, y recuperen sus fuerzas. Aún hay un Radwulf. Por lo demás, y si me permiten un momento, les ayudaré como mejor puedo.

Dicho lo último, se acercó al primer par de niños que se habían dejado caer en el empolvado suelo.

Me mantuve detrás de la multitud, viendo como la mujer charlaba un poco con cada persona, estrechando manos y acariciando las frentes de algunos. Bajo la luz de decenas de lámparas de aceite, pude notar como sus ojos brillaban y se oscurecían, logrando que la certeza de su naturaleza fuera demasiado evidente como para intentar negar. Y a pesar de saber que los Bletsun se hallaban bajo el servicio del Rey, además de las breves miradas que dirigí a algunos de los que solían visitar el Palacete de Duhjía, ver tan cerca a uno, utilizando su misteriosa fuerza divina para ayudar a personas que nunca conoció antes de entonces. Bien, algo similar a la desconfianza nació en mi pecho.




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