Hazel (el otro Radwulf 1)

Capítulo III

Bajo tierra, con la única luz proveniente de farolas, antorchas o velas, era difícil saber si era de día o noche. Pero la señora Bubilleú, ama de llaves de Palacio, tan dura y constante como ella sola, imponía los horarios sobre toda la comunidad. A medida que las horas del día transcurrían se aseguraba de que los soldados recibiesen alimentos, las doncellas distribuyeran los alimentos y velarán por los heridos, y los jóvenes que comenzaron a adiestrarse con Frün –el mejor espadachín del reino, que había perdido media pierna y lastimado gravemente un brazo mientras protegía a las personas para que llegaran a las catacumbas– cumplieran con sus arduas sesiones de entrenamiento.

Mientras tanto, gradualmente me acostumbraba a la falta de luz natural, aire puro y un horario en que debía aprender la formación de los túneles, las puertas de acceso y escondrijos secretos con los cuales cruzar de un lado a otro de la ciudad –sin arriesgarme a ser víctima de los Monstruos del Abismo que pululaban por ahí. Sin contar con el hecho de que era instruida por Noemia en todo lo referente a las leyes, costumbres y deberes que debía cumplir como "alcaldesa" no regente de Duhjía. Bien, el tiempo avanzaba con rapidez. Antes de percatarme, ya habían transcurrido seis meses.

Los duros entrenamientos que los y las jóvenes realizaban ante los sabios y perspicaces ojos del señor Frün, daban frutos. Aunque no los suficientes como para entregarles una espada y enviarles a enfrentar Monstruos. Mi constante intervención y preocupación, era necesaria para la salud mental de la gente. Según Noemia, ellos veían en mí la bondad y calidez que no podían obtener de Ambón.

Así que, a la corta edad de doce años, asumí un rol importante entre los sobrevivientes de Real y Duhjía.

No obstante, y tras mis primeras tormentosas noches en las catacumbas, acechada por terribles Monstruos, el desvelo fue una molestia que sólo perduró unos pocos días.

Con la inquietud cerniéndose sobre mí en la penumbra de mi alcoba, aquella particular noche, decidí quedarme en la sala. Una de las aisladas habitaciones del príncipe que compartió de buena gana conmigo, y que se hallaba justo frente a nuestras alcobas. En su interior se podía encontrar un par de amplios sofás frente a una chimenea encantada, una butaca ancha de un solo respaldo bajo, una mesa de seis comensales y encimeras a cada lado de las puertas principales. Todo sobre gruesas alfombras para mantener el calor y lienzos en casi cada centímetro de las paredes.

Era un ambiente ameno si mantenía los candelabros encendidos. Pero esa noche, la única luz que hallé ahí fueron las casi extintas brazas de la chimenea, que no fui capaz de atizar a tiempo.

Contemple por un tiempo, con un fuerte temor oprimiendo mi pecho, segundo a segundo, como la débil luz se iba extinguiendo. Repentinamente, escuche el chirrido de la puerta al ser abierta, haciéndome saltar en el asiento. A través de la penumbra, con mi corazón latiendo desbocado, tardé en divisar la figura del príncipe. El alivio que me inundó aumento cuando este iluminó la estancia con una lámpara de aceite, dirigiéndose a una pequeña puerta escondida tras un lienzo, de donde extrajo otra. Su mirada finalmente dio con la mía.

—¿Lady Hazel? —jadeó sorprendido.

—Buena noche, majestad —murmuré apenas.

Él se acercó titubeante, viéndome a los ojos como si quisiera desenterrar todos mis secretos. Su preocupación por mi, a quien apenas conocía, causaba un revuelo en mi pecho que pronto era aplacado al ver esa misma preocupación dirigida a otros.

—¿Se encuentra bien? —inquirió.

—Bueno, yo... —balbucee un segundo, recordando nuestro acuerdo de honestidad entre nosotros, pues era imperioso que él depositase su confianza en mí y viceversa—. Tuve una pesadilla. —Le conté, restando importancia al hecho con un ademán.

Su mirada se estrechó antes de que asintiera, con un extraño brillo en los ojos que me provocó un fuerte estremecimiento. Esperaba que por frío.

—Ya veo. Y, ¿no puede volver a conciliar el sueño? —preguntó, a lo que asentí lentamente tratando de descifrar el extraño tono de su voz—. Eso no es bueno. Pero, ¿quién soy para reprender a alguien por ello? Le comprendo perfectamente...

—¿Qué?

—También tengo pesadillas. —Se señaló con la mano que sujetaba la lámpara apagada—. Es inevitable, ¿no? Después de todo lo que hemos vivido.

Su admisión agito mi pecho, un poco más. Saber que a pesar del par de años de vida que nos separaban, a pesar de las responsabilidades que comenzaban a pesar sobre nuestros hombros, él y yo continuamos siendo dos "niños asustados", calmo en gran medida la ansiedad que dejó la pesadilla.

—¿Quiere acompañarme? Suelo pasar mis desvelos leyendo en el estudio. —Me pregunto gentil, a lo que asentí sin dudar.

Desde esa noche y durante los seis meses siguientes, cada vez que despertaba acalorada, con el corazón brincando asustado, y temblando ante el aroma a podrido de los Monstruos del Abismo golpeando mi nariz, me apresuraba a recorrer los metros del pasillo que separaban mi habitación del despacho privado del príncipe. Ahí, a la luz de las lámparas que él siempre mantenía bien surtidas, leía desde historia, geografía y matemáticas, hasta novelas y cuentos que solía leer durante mi ya perdida infancia.




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