Hazel (el otro Radwulf 1)

Capítulo V

Durante los siguientes cinco años, la Resistencia asentada en las profundidades de Real continuaba los preparativos para el inminente enfrentamiento con el ejercito de Monstruos en torno al Traidor. Armas, armaduras e implementos varios eran creados y acumulados, mientras se daban por terminados los entrenamientos grupales, y eran nombrados los altos mandos.

Mi relación con Clim, era prácticamente igual de cercana a la que tenía con Ambón, exceptuando el hecho evidente hecho de que solía pasar las noches con uno, y el otro gruñía más que hablar, además de su gran terquedad que a veces lograba sacar lo peor de mi. Por lo demás, ya había aprendido la mayor parte de pasillos, pasadizos y escondrijos de las catacumbas, así como las leyes, geografía e historia de Radwulf. Y, al parecer, mi constante presencia entre los ciudadanos alentaba los ánimos y sembraba la esperanza –como solía decir Ambón.

Sin embargo, sólo en mis horas libres lograba hallarme conmigo misma.

Poco más de dos meses después de que apareciera el primer Monstruo del Abismo, los soldados lograron asegurar el Palacio, permitiendo así que la gente pudiera abandonar durante algunas horas la humedad de las catacumbas, y disfrutar del escaso sol y el aire cada vez más gélido. Entonces, descubrí en una de mis excursiones por la quinta planta, una enorme habitación con más de la mitad de una pared derrumbada. La vista desde ese lugar, apenas cubierta por parte del tejado a medio caer, daba hacia Quajk. La montaña cubierta de blanco, era tragada por las oscuras nubes que se acumulaban en lo alto del cielo. Su silenciosa presencia provocando un familiar cosquilleo en mis manos.

Ansiaba trazar su forma.

No conociendo otra forma de remediar semejante urgencia, corrí de vuelta a mi alcoba casi sin detenerme ni escuchar algún saludo, y jale de debajo de mi lecho hacia mis brazos, el morral que aún contenía mis pinturas y pinceles.

Pronto, y tras un par de días de arduo esfuerzo acarreando pertrechos, escapando de mis doncellas en cuanto se me daba la oportunidad, logré armar un improvisado estudio de arte. Sin lienzos ni pinturas profesionales, cogí lo que tenía a la mano; sábanas y marcos que algunos soldados me ayudaban armar, se convirtieron en mis lienzos; hierbas, flores y frutas en la base de pinturas. Y así, con el tiempo logre plasmar no una, sino cientos de imágenes que aparecían en mi mente. Un talento que siempre he tenido.

Para cuando me percate, la gente solía visitar mi estudio tan solo para palpar con la mirada cosas hermosas, o un trozo de lo que fue Radwulf.

Aquel día, como tantos otros, no medí el paso del tiempo hasta que se me dificulto distinguir los colores sobre la paleta en mi mano. Por lo que, con prisa, cubrí mis obras con gruesas sábanas y corrí hacia el primer nivel de Palacio. Los extraños y atemorizantes rugidos de los Monstruos del Abismo, comenzaban a escucharse cada vez más cerca.

En lugar de intentar descender a las catacumbas por uno de los pasadizos, decidí desviarme unos minutos hacia las caballerizas. Ahí, los soldados habían asegurado los últimos corceles vivos tras la masacre, sumados a las varias decenas de Duhjía y un puñado traídos desde Quajk por Garb.

Por insistencia de Ambón, uno de los potrillos nonatos, de la cruza entre un semental de Quajk y una yegua de Real, sería mi corcel personal. Por lo que a veces, cuando necesitaba un respiro de las pinturas, visitaba a Riss. Su hermoso pelaje dorado me recordaba al matiz que vi en las tierras de Ghnom al sol de mediodía, en evidente contraste entre las pocas tierras cultivadas y el desierto, aquella vez en que viaje con mi padre. Su hinchado vientre me llevaba a imaginar la posible apariencia del potrillo, que dado el oscuro marrón del padre y el dorado de la madre, no era errado suponer que tendría uno o ambos.

—¿Lady Hazel? —Dí un respingo ante la voz masculina.

Enfocando mi mirada en la penumbra, a cada segundo más pesada, distinguí al señor Bartol. El soldado que cuidaba a los corceles durante la noche, y que en algunas otras oportunidades me había hallado ahí.

—Buena noche, milady. ¿Paseando tan tarde otra vez? —Inquirió, con una sonrisa que apenas logré vislumbrar.

—Si. Aunque no fue planeado.

Encendiendo una lámpara, el señor Bartol iluminó aquel espacio, llevándome a pestañear varias veces para acostumbrarme al cambio.

Si no fuera por los hechizos de protección que Balkar de Ghnom colocó ahí, hubiese estado asustada de llamar la atención de los Monstruos. Pero las únicas señales de que estaban ahí fuera eran sus rugidos y gruñidos, el raspar de sus garras y colmillos contra la piedra, y el suave fru-fru de los cuerpos deslizándose al acecho.

—¿Planea quedarse mucho? —preguntó, entregándome un cepillo.

—No, no. Cenaré con el príncipe, no puedo entretenerme demasiado —Negué, centrando mi mirada en Riss. De repente, una idea muy útil vino a mi mente–. Señor Bartol, ¿han cortado el crin de los corceles?

—No. Todavía no. —Negó distraídamente, recargando su cadera contra la cerca que mantenía a Riss lejos de los otros.




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