Hazel (el otro Radwulf 1)

Capítulo X

La nueva realidad que se asentó sobre mí, llenándome de una alegría nerviosa, agravada cada que nos hallábamos a solas, fue mucho más de lo que había esperado. ¿Ser la prometida del príncipe? Un sueño del que temía despertar.

Con el paso de los días, y a medida que Ambón se reponía de sus heridas, la noticia provocó un alegre revuelo en la población. Cada noble y plebeyo, cada soldado y cadete, cada anciano y niño nos deseó felicidad y la buena fortuna a través de sus Dioses patronos.

Pero no todo era un paseo sobre pétalos.

Aún persistía cierta tensión provocada por nuestros miedos. Él, temeroso de eventualmente perderme a causa de la inevitable espera de un hijo, como a su madre. Yo, asustada de dar un mal paso y convertirme en una indigna Reina no sólo para él, sino para todo Radwulf. Todo sumado al incremento del frío y la cantidad de Monstruos del Abismo. Mi molestia por no poder salir al aire libre a pintar, no venía al caso.

Me senté entonces a su lado, titubeando en sí debía o no tenderme junto él, en su lecho, permitiendo que nuestra última discusión nos distanciara, o simplemente relajar mi tensión y regalarle una sonrisa con el recuerdo de sus dulces caricias justo antes de la misma. Decidiendo lo segundo, me recosté de lado observando su perfil con una sonrisa.

Rindiéndome al cosquilleo en mis dedos, alce mi mano hacia su mejilla, acomodando su rebelde cabello tras la oreja. Su cuerpo se tenso ante mi toque, pero una sonrisa se extendió por sus reflexivas facciones.

Tras un suspiro, dejó el documento que leía y volvió su atención a mi. Sus claros ojos analizándome mientras recargaba su mejilla en mi mano.

—A veces eres tan gruñón —murmuré.

—Mira quién lo dice —bufó, y luego giró su rostro plantando un beso en mi palma, antes de sostenerla entre las suyas.

Mis mejillas se calentaron suavemente, ante la intensidad de su mirada, oscurecida tras silenciosos segundos.

—Debo recordarte tu falta de tiento para con nuestros soldados, tan solo esta mañana. —Medio inquirí.

Rodó los ojos y, sujetando mi mano, se recostó a mi lado dejando su rostro a pocos centímetros del mío. Bastaba con un suave movimiento y habría rozado sus labios con los míos.

—La situación empeora a segundos y tu sólo quieres pintar. ¿Cómo se supone que evite gruñir? —murmuró con su voz cargada de un matiz tranquilo, disminuyendo su regaño.

Reprimí el impulso de rodar los ojos, sabiendo que él no mencionaba mi inseguridad adrede.

—Puedes concentrarte en algo más —sugerí. Sus ojos tomaron un brillo travieso.

—¿Algo más? —Su gutural voz fue la única advertencia.

En un ágil movimiento se abalanzo sobre mi; una de sus manos sostuvo mis brazos sobre la cabeza, y la otra bajó a mi vientre, comenzando una suave danza que me hizo retorcer.

—¡No! —chillé, sin poder aguantar la risa.

La tortura se extendió por lo que pareció una eternidad. Sus dedos rastrillando sobre mi abdomen, sin detenerse, ni inmutarse ante las contorsiones inútiles con que trate de huir. Mi vientre dolía, mis ojos se empañaban y el simple proceso de respirar se convirtió en una tarea imposible.

—Por favor... —gimotee.

—No sé. Me gusta este algo más —murmuró, deteniendo sus dedos.

—A mi... no... —jadee.

Él rió, deslizando sus traviesos dedos una vez más, en una caricia que quemó mis pulmones.

Sus dedos desaparecieron y sus labios rozaron mi frente antes de apartarse. Entre pequeñas lágrimas y contorsiones un tanto dolorosas, le vi ponerse de pie con su sonrisa desvaneciéndose. Un pensamiento cambiando su humor.

—¿Qué...? —murmuré apenas—. ¿Qué ocurre?

Frunció los labios y rasco su nuca antes de soltar un suspiro, y finalmente decirme algo, aunque no lo que repentinamente le molestaba.

—Yo... yo creo que deberías acompañarme.

Asentí algo reticente y me puse de pie, intentando respirar entre los vestigios de la dolorosa risa.

—¿Todo está bien? ¿Dónde vamos? —Le pregunté, colocándome la bata.

—Eres mi prometida, tienes que conocer este lugar —explicó fugazmente, con una sonrisa tímida asomándose en su labios—. Ponte tu abrigo largo.

—Bien. Solo espero que Noemia no nos descubra —murmuré, girándome para coger el abrigo.

Una vez lista, estreche su mano y nos dirigimos a la sala, donde él consiguió una lámpara de aceite del escondrijo secreto, y nos encaminamos hacia la puerta secreta del estudio. Salimos y continuamos por el pasillo, adentrándonos a la zona deshabitada que precisamente conocía por tal inactividad. El aire ahí era unas diez veces más viciado, húmedo, y definitivamente menos agradable.

—¿Tienes frío? —Me preguntó, cuando me estremecí al perder mi mirada en la oscuridad.




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